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Revista Crítica de Ciências Sociais

On-line version ISSN 2182-7435

Revista Crítica de Ciências Sociais  no.113 Coimbra Sept. 2017

https://doi.org/10.4000/rccs.6642 

ARTIGO

Más allá de la democracia representativa: La democracia real y los movimientos sociales en el Estado español*

Beyond Representative Democracy: Real Democracy and Social Movements in the Spanish State

Par-delà la démocratie représentative: la démocratie réelle et les mouvements sociaux dans l’État espagnol

 

Marina Requena Mora*, José Manuel Rodríguez Victoriano**

* Estructura de Recerca Interdisciplinar en Sostenibilitat (ERISOST), Universitat de València C/ Serpis nº 29, Edifici d’Instituts d’Investigació, Campus dels Tarongers, 46022 València, España Marina.Requena@uv.es

** Departamento de Sociología y Antropología Social, Facultad de Ciencias Sociales, Universitat de València Av. Tarongers, 4b, 46021 València, España jose.m.rodriguez@uv.es

 

RESUMEN

Los procesos participativos son un elemento central en los debates teóricos sobre la calidad de la democracia y sus actuales procesos de transformación. Si en los análisis teóricos se problematiza el objetivo de la participación, las dificultades aumentan al analizar experiencias concretas que buscan articular las dinámicas de la participación con la profundización de la democracia. Reflexionamos sobre la cuestión a partir de Jesús Ibáñez. En primer lugar, se aborda el tema de la crisis de la democracia liberal y los problemas que ésta acarrea para legitimar una democracia incapaz de contrarrestar la hegemonía de los mercados. A continuación, analizamos el resurgimiento de un tipo de democracia participativa en la que el protagonismo reside en las instituciones. Por último, abordamos la democracia real, aquella que otorga el papel actor a la sociedad civil. Ilustramos esta cuestión a partir del análisis de las percepciones sociales sobre la situación política en el Estado español.

Palabras-clave: democracia; Estado español; globalización; movimientos sociales; participación ciudadana.

 

ABSTRACT

Participatory processes are a central element in the theoretical debates on the quality of democracy and its current processes of transformation. If the objective of participation is problematized in theoretical analyses, difficulties increase when analyzing concrete experiences that attempt to articulate the dynamics of participation together with the deepening of democratic principles. We use Jesús Ibáñez to reflect upon this question. First, we examine the crisis of liberal democracy and the problems it entails in order to legitimize a democracy incapable of counteracting the hegemony of markets. Next, we analyze the resurgence of a type of participatory democracy in which institutions serve as the leading players. Finally, we address real democracy, which attributes the role of actor to civil society. We illustrate this question from the analysis of social perceptions about the political situation within the Spanish State.

Keywords: citizen participation, democracy, globalization, social movements, Spain

 

RÉSUMÉ

Les processus participatifs sont un élément central dans les débats théoriques sur la qualité de la démocratie et ses processus actuels de changement. Si, dans les études théoriques, il est question de l’objectif de la participation, les difficultés s’accroissent lorsqu’on se penche sur les expériences concrètes qui cherchent à articuler les dynamiques de la participation avec l’approfondissement de la démocratie. Nous nous penchons sur la question en partant des réflexions de Jesús Ibáñez. En premier lieu, nous abordons le thème de la crise de la démocratie libérale et les problèmes qu’elle éprouve à légitimer une démocratie incapable de contrer l’hégémonie des marchés. Par la suite, nous évoquons la résurgence d’un type de démocratie participative dans laquelle le rôle principal revient aux institutions. En dernier lieu, nous nous rapportons à la démocratie réelle, celle qui confère le rôle d’acteur à la société civile. Pour illustrer cette question, nous prenons pour référence l’étude des points de vue sociaux quant à la situation politique de l’État espagnol.

mots-clés: démocratie, Espagne, globalisation, mouvements sociaux, participation citoyenne

 

1. Democracia a nivel de los elementos, las estructuras o el sistema

Los límites del gobierno del pueblo, el invierno de la democracia (Hermet, 2008), su calidad (Morlino, 2009; Parés, 2009), así como las posibilidades para la democratización de la democracia (Santos, 2004), figuran en los análisis de las ciencias sociales en las dos últimas décadas. El presente artículo vuelve a repensar la cuestión a partir del sociólogo Jesús Ibáñez (1979; 1985), referente central en la sociología crítica del Estado español. En Posibilidades y límites de la democracia formal y representativa, Ibáñez (1997: 62) sostenía que los tres niveles que caracterizan a un conjunto social: elementos, estructura (relaciones entre elementos) y sistema (relaciones entre estructuras o cambio de estructuras), también permiten diferenciar tres dimensiones dentro de la democracia. Así, podemos distinguir entre democracia a nivel de los elementos (los individuos o ciudadanos tienen convicciones democráticas y/o las expresan democráticamente), democracia a nivel de la estructura (las relaciones entre los individuos o ciudadanos son democráticas, es decir, simétricas) y democracia a nivel del sistema (las estructuras cambian en un sentido cada vez más democrático). Cada uno de los tres niveles posee formas específicas de articular la participación popular en el gobierno.

En la primera dimensión, la de los elementos, los dispositivos electorales son el modo típico y tópico. Cada individuo un voto. En palabras de Rousseau, se expresa la voluntad de todos, siendo ésta la que se manifiesta mediante elecciones sumando los votos de los ciudadanos. En el transcurso de la historia encontramos Estados que sólo han sido democráticos a este nivel (el de los elementos) y de esta manera han degenerado la democracia, transformándola en una representación basada en la delegación del poder y en la verticalidad de su ejercicio. Aunque la titularidad última del poder se atribuye a los miembros de la comunidad, el ejercicio de dicho poder se confina a una parte minoritaria de la misma. Sin embargo, diferentes autores clásicos, como Stuart Mill, en su célebre obra Consideraciones sobre el gobierno representativo (1861), llegaron a la conclusión de que “el tipo ideal de gobierno perfecto” sería a la vez democrático y representativo. Dahl (2004), tal como otros autores más modernos, pone el énfasis en este tipo de democracia y afirma lo siguiente:

En una asociación del tamaño de un Estado‑nación, la representación resulta necesaria para la participación efectiva y el control ciudadano del programa de acción; las elecciones libres, limpias y periódicas también son necesarias para la participación efectiva y la igualdad de votos; y la libertad de expresión, las fuentes independientes de información y la libertad de asociación son todas necesarias para una participación efectiva, un electorado informado y el control ciudadano del programa de acción. (Dahl, 2004: 47)

Sin embargo, otros autores como Sartori (1997) hacen hincapié en las virtudes y defectos que tiene este tipo de democracia:

La democracia (…) representativa, no es únicamente una atenuación de la democracia directa; es también un correctivo. Una primera ventaja del gobierno representativo es que en un proceso político todo, entretejido por mediaciones, permite escapar de las radicalizaciones elementales de los procesos directos. Y la segunda ventaja es que la participación ya no es un sine qua non; incluso sin participación total la democracia representativa sigue subsistiendo como un sistema de control y limitación del poder. Lo que permite a la sociedad civil, entendida como sociedad prepolítica, como esfera autónoma y autosuficiente, desplegarse como tal. En suma, el gobierno representativo libera con fines extra políticos, de actividad económica o de otro tipo, el enorme conjunto de energías que la polis absorbía en la política. Quien vuelve a exaltar hoy la democracia participativa no recuerda que en la ciudad antigua eran los esclavos los que se dedicaban a trabajar y que la polis se hundió en un torbellino de exceso de política.

No en vano, este tipo de democracia se caracteriza precisamente por la necesidad de tener en cuenta el problema de la limitación del poder. Asume el valor de la participación política, desconfía del crecimiento del poder, incluido el popular, y aboga por su control y limitación (Domínguez, 2006). Históricamente, este tipo ideal ha tenido su expresión más clara en la democracia liberal.

En la segunda dimensión de democracia, la de la estructura, los dispositivos conversacionales que produce la llamada opinión pública constituyen la forma normal. En palabras de Rousseau, este nivel produce voluntad general, aquella voluntad que se expresa mediante conversaciones, multiplicando o integrando las opiniones de los individuos, que a su vez son expresiones de ideologías. Históricamente este nivel complementa al anterior, teniendo su mejor expresión en los Estados de Bienestar.

Ahora bien, la opinión pública, sujeto colectivo de la actual democracia, resulta inseparable del nuevo contexto creado por la estandarización de los medios de comunicación de masas, así como también por las características específicas del discurso mediático (Sàez, 2007). Encontramos que en democracia se gobierna en aras de la opinión pública. Sin embargo, parece que la opinión pública, lejos de ser discursiva, tan sólo se considera como un agregado. Es el resultado de la suma de los juicios individuales expresados a través del voto y los sondeos (Sampedro, 2000). Periodistas, encuestadores y políticos dicen representar la opinión pública. Pero también la gestionan: reducen la participación ciudadana al consumo de información (procedente de medios de comunicación), a las encuestas (cuyas respuestas provienen de opiniones, escuchadas e interiorizadas, de los mismos medios) y al voto, que a su vez también está condicionado por la opinión y por los medios. En suma, la opinión pública – como ya anticipó Pierre Bourdieu (2000: 220) – no existe.

A su vez, el decaimiento de los valores y las formas de la democracia tradicional coincide con una notable extensión del patrimonio tipológico de las formas políticas denominadas como democracia. Más allá de la distinción básica entre democracia representativa (de los elementos) y directa (del sistema), han emergido, con una clara voluntad compensatoria y sustitutiva, una serie de nuevas propuestas políticas para organizar la vida democrática de la comunidad. Encontramos una democracia participativa, vinculada a las nuevas tendencias socialdemócratas, en la cual el poder es quien inicia y regula los procesos participativos (Ganuza y Francés, 2012). Este tipo ideal de democracia aspira a ser un punto medio – una tercera vía – que ponga en común las bondades respectivas de las tradiciones de la democracia representativa y de la democracia directa (Vidal‑Beneyto, 2009), pero no deja de rendir tributo al liberalismo, sin querer identificarse con él (Domínguez, 2006).

Tanto el nivel de los elementos como el de la estructura, tienen formas de participación de alcance muy limitado. Los votos y las opiniones tan sólo producen efectos semánticos (del orden del decir), pero no producen efectos pragmáticos (del orden del hacer).

Como argumenta Calle (2009), en los debates contemporáneos sobre democracia, dentro del mundo académico, vienen consolidándose estas dos grandes visiones en torno a la misma: democracia representativa y democracia participativa.

(…) estas visiones desarrollan sus postulados dentro del marco liberal, siendo el papel asignado a la participación (como herramienta o como bien en sí) una de las claves que divide a los y las analistas. Sucede que, al margen de los debates académicos y de la visualización de la política dentro del marco liberal, determinadas redes sociales vienen proponiendo, y en algunos casos ilustrando, formas de democracia radical como tercer elemento que sumar a las anteriores visiones de la democracia. (Calle, 2009: 83)

En la tercera dimensión, la del sistema, los dispositivos son la acción de masas y la lucha revolucionaria. Se ponen en juego fuerzas más intensas que permiten operar reformas locales, en el primer caso, y revoluciones globales, en el segundo. Este nivel produce efectos pragmáticos del orden del hacer. Esta democracia radical se define por la soberanía, por la titularidad popular del poder, y tiende a que el principio democrático no se produzca tan sólo en la política sino en todos los ámbitos de lo social. La opinión pública es discursiva, siendo ésta el proceso de un agente colectivo que conversa en ambientes formales e informales, procesando experiencias propias, conocimientos e informaciones (Sampedro, 2000).

Por consiguiente, desde la perspectiva de Ibáñez sólo podremos hablar de democratización de la democracia cuando se dé una profundización simultánea en los tres niveles. A continuación, se presenta un cuadro resumen de los tipos ideales aquí propuestos:

 

 

En términos históricos, vivimos una situación paradójica. Por una parte, nunca se habían extendido como ahora los sistemas “democráticos”; por otra, la democracia representativa no da respuesta a las demandas de participación política. Se habla de “desafección política” para referirse a esa sensación de desenganche, de distanciamiento entre las instituciones y las élites políticas que las ocupan, con el resto de la ciudadanía. Habitualmente, para la mayoría de los ciudadanos, la democracia consiste en ir a votar cada cuatro años (Subirats, 2005). Hay quienes se afilian a un partido o quienes militan en plataformas desde la resistencia o la disidencia, pero no es de extrañar que aumente el cansancio y el escepticismo acerca de cómo funciona el sistema político institucionalizado. Las preocupaciones de cada uno de los ciudadanos se han fragmentado, de tal manera que lo único que pueden hacer es escoger un partido que ostente el poder.

Sin duda, los efectos y los ajustes del proceso de globalización económica neoliberal están en la base de este desencanto político. Dicho proceso ha supuesto que la vida de los ciudadanos acabe trascurriendo fuera de los marcos institucionales del Estado. No hay consonancia entre la nueva economía globalizada y la vieja política estatal. Entonces, ¿para qué votamos y elegimos a personas cuyas capacidades de acción están fundamentalmente limitadas por poderes que escapan a sus normativas y decisiones?

 

2. Dificultades para legitimar una democracia de baja intensidad: la crisis de la democracia representativa y el proceso de financiarización de la economía

Como hemos señalado, desde determinadas corrientes de las ciencias sociales se ha expresado preocupación ante lo que podríamos denominar una “erosión de la ciudadanía”. Dicha erosión encuentra una de sus explicaciones en las consecuencias de toda una serie de cambios en la esfera social, que han tenido un impacto negativo en la percepción que la ciudadanía tiene de sus posibilidades reales de participación en el sistema democrático (Santos, 2014), y han dado lugar a un estado de opinión marcado por el desencanto y la desafección hacia la política. Este malestar está estrechamente vinculado con la aplicación de políticas neoliberales que, en el contexto de la globalización, han culminado en el conocido proceso de financiarización.

Como sabemos, desde los años setenta se ha producido una drástica transformación en la relación entre el sistema financiero y el sistema productivo – quedando el segundo subsumido al primero – que ha tenido consecuencias trascendentales en todos los planos del sistema económico capitalista. Las formas de financiación de los agentes económicos han cambiado no sólo en su cuantía sino también en su naturaleza, generando contornos de empresas y Estados muy diferentes a los del sistema fordista. En última instancia, todas estas transformaciones han acabado materializándose conjuntamente en las distintas crisis, primero financieras y luego económicas, que están estallando a lo largo de la geografía mundial y cuyo coste hipoteca el futuro de lo social.

La financiarización progresiva de la economía tiene efectos notables en la esfera social. Este proceso de hegemonía del sector financiero, emparejado a dinámicas de pérdida del sentido de valor de lo social/material sobre el sistema productivo, genera un nuevo uso intensivo y precario de la fuerza de trabajo, una ruptura del pacto distributivo, una degradación de las instituciones públicas y el hundimiento de lo social frente a los requerimientos del ciclo cortoplacista y rentista de los negocios (Alonso y Fernández, 2012).

La contracción de los derechos sociales y económicos de buena parte de las y los trabajadores, los ha condenado a una situación de precariedad laboral que les impide participar en igualdad de condiciones reales en el sistema democrático. Como afirma Alonso (2007), hay una clara relación entre la situación sociolaboral actual y la participación en la vida democrática. Nos encontramos ante una nueva situación que nos desvela la importancia que ha tenido el trabajo en la existencia de un sistema de derechos individuales y colectivos, y su relación con la constitución de una ciudadanía social. Las raíces de esta ciudadanía deben buscarse en la lucha del movimiento obrero por conseguir una situación de bienestar.

Por otra parte, la ciudadanía social ha sido un elemento de identidad fundamental en el orden social creado tras la Segunda Guerra Mundial, a partir del conocido como Pacto Keynesiano. Como señaló Marshall (1998), el concepto de ciudadanía integraba tres componentes: el civil, el político y el social. Los derechos civiles sugirieron con el nacimiento de la burguesía, durante el siglo xviii, en su lucha contra los privilegios de la aristocracia, y se hicieron fuertes alrededor de la propiedad privada, la igualdad ante la ley, la libertad de comercio y la libertad de expresión. Los derechos políticos se consiguieron en el siglo xix con el ascenso del sufragio universal. Los derechos sociales a la educación, el trabajo, la salud y las pensiones se han ido adquiriendo durante el siglo xx, con el desarrollo del Estado de Bienestar y la conquista de las reivindicaciones sociales. Pero este modelo igualitario de ciudadanía coincide en el tiempo con el desarrollo de un modelo capitalista que agudiza la desigualdad social y económica, y va reduciendo la participación democrática a su dimensión más formal. El concepto de ciudadanía modificó el sistema de clases al integrarlas dentro de un sistema de producción y consumo de masas, con el espacio de la negociación colectiva y la redistribución de la riqueza a través de un Estado del Bienestar, con un sistema educativo universal, basado en la meritocracia, pero que al mismo tiempo nos alejaban del socialismo marxista y del comunitarismo populista, tratando de formar un sistema estatal de inclusión y seguridad que hacía del trabajador un ciudadano. Sin embargo, como ha señalado Santos (2006; 2003), el estatuto de ciudadanía del que partieron los trabajadores ya era precario y estrecho, de forma que se ha pasado del precontractualismo (impedir el acceso a la ciudadanía) al postcontractualismo, que excluye a grupos e intereses sociales del contrato social, aproximando nuevamente la condición ciudadana a la servidumbre.

En suma, puede afirmarse que más que una democracia de alta intensidad, se han manejado mecanismos democratizadores. Y son estos mecanismos, precisamente, los que se han debilitado o han desaparecido. Si ese estatus de ciudadanía subsistía gracias al pacto keynesiano y éste se derrumba... ¿dónde queda ese estatus de ciudadanía si los derechos sociales sobre los que se sustenta desaparecen? La incompatibilidad entre el capitalismo y la democracia ya la señaló Karl Polanyi (2014). Ante esta incompatibilidad, Polanyi enumeraba la existencia de dos soluciones: la extensión del principio democrático de la política a la economía o la completa abolición de la esfera política de la democrática. Dicha problemática ha vuelto a ocupar un lugar central en el ámbito de las ciencias sociales.

Globalización neoliberal y globalizaciones contrahegemónicas: la centralidad de la cuestión social

La globalización neoliberal ha generalizado en sus prácticas políticas la dimensión formal y representativa de la democracia, tal y como la definió Jesús Ibáñez a principios de la década de los noventa del pasado siglo. En su definición, la expresión democracia – el pueblo gobierna – se encuentra acotada tanto por ser formal – la forma de expresión, el voto, prima sobre el contenido – como por ser representativa – el pueblo participa mediante representantes que ha escogido con su voto. Ambas circunstancias limitan el alcance de la democracia; de tal manera, se antoja adecuada la expresión: nada para el pueblo, pero sin el pueblo.

El historiador Pierre Vilar (1980) decía que es necesario comprender el pasado para conocer el presente. La hegemonía neoliberal de las últimas décadas ha conllevado transformaciones económicas, políticas y sociales. Como ya hemos mencionado, el relativo equilibrio que se estableció en las sociedades occidentales de posguerra en la dialéctica entre ciudadanía, subjetividad y emancipación social, empezó a transformarse drásticamente a partir de los años ochenta. A partir de este periodo, la reorganización del sistema capitalista se concretó socialmente en el incremento de la vulnerabilidad social y el crecimiento de las desigualdades sociales, dando lugar al surgimiento de la mencionada “nueva cuestión social” (Castel, 1997).

El territorio de la globalización – nombre que toma la etapa actual del capitalismo –, es un espacio de desregularización y privatización totalizado. Un espacio de precarización de la condición laboral, pero también de precarización y malestar de otras dimensiones de la condición de ciudadanía; desde el acceso al conocimiento hasta la reducción de los mecanismos de la participación política a su simple simulacro formal.

La confluencia de las dimensiones anteriores apunta hacia un nuevo totalitarismo social, laboral, cultural, educativo y político; una deriva hacia un “nuevo fascismo societal” (Santos, 2003 y 2006). Este fascismo no sacrifica la democracia ante las exigencias del capitalismo, sino que la fomenta hasta el punto en que ya no resulta necesario sacrificarla para promover el capitalismo. En este contexto, el papel de la participación democrática es un elemento central. La tendencia de la globalización neoliberal se dirige a propiciar una democracia de baja intensidad; una democracia representativa cada vez menos participativa. Para el caso del Estado español, encontramos una insuficiencia de estructura en la democracia representativa de la monarquía parlamentaria, que ya señaló Jesús Ibáñez:

La participación de los ciudadanos en un rito electoral debe limitarse a responder a las preguntas que les hacen: elegir entre los candidatos que les proponen sin que ellos participen para nada en la propuesta, (…) elegir entre términos indiferentes; nada más seguro que la alternancia en el poder de partidos (casi) idénticos (…) Pero incluso – concluía Ibáñez –, la elección entre candidatos indiferentes está manipulada. Sobre los electores presionan terribles campañas de propaganda electoral (…) Impulsan al voto útil, al voto del miedo… (…) (1997: 57‑58)

Por el contrario, las alternativas a esta globalización hegemónica neoliberal – a saber, los procesos de globalización contrahegemónica de carácter emancipador – apuestan por una democracia radical, una participación real capaz de democratizar la democracia y proponer una democracia de alta intensidad.

La globalización hegemónica es una globalización de arriba hacia abajo. La globalización contrahegemónica es una globalización de abajo hacia arriba. Ambas coexisten en el campo de luchas transnacionales que caracterizan la vida social contemporánea.

Los efectos reales de las políticas neoliberales han convertido nuestra modernidad occidental en una modernidad líquida (Bauman, 2004) y el ascenso de sus incertidumbres se manifiesta particularmente en tres ámbitos: el sentimiento generalizado de inseguridad (inseguridad laboral, inseguridad alimentaria, inseguridad ecológica, inseguridad ciudadana, inseguridad afectiva, inseguridad sanitaria...); el vertiginoso ascenso de la trivialidad y la insignificancia cultural, y la simplificación de los procesos de participación democrática.

No hay democracia sin condiciones democráticas. La democracia representativa tiende a ser una democracia de baja intensidad puesto que define, de una manera restrictiva, el espacio público y deja intactas muchas relaciones de poder que no transforma en autoridad compartida. El espacio de la producción, la sociedad de consumo, la vida, las relaciones internacionales o las decisiones de la aplicación de la tecnociencia, serían algunos ejemplos. La democracia representativa sostiene una idea de igualdad formal y no de igualdad real, no posibilita las condiciones que revierten la igualdad formal. Así, la diferencia se reconoce desde una norma (clasista, colonial, étnica, racial, sexual y religiosa) que establece los límites según los cuales las diferencias pueden ser ejercidas, reconocidas o toleradas. La democracia tiende a ser de baja intensidad cuando no promueve ninguna forma de redistribución social. Esto ocurre cuando se desmantelan las políticas públicas, cuando las políticas sociales se convierten en políticas meramente compensatorias y cuando la filantropía (el voluntariado) sustituye a la solidaridad fundada en derechos. En sociedades dónde las desigualdades sociales y la jerarquización de las diferencias es muy extrema, los grupos sociales dominantes (económicos, étnicos, religiosos, etc.) se constituyen en poderes fácticos que asumen el derecho de veto sobre las aspiraciones democráticas mínimas de las mayorías o de las minorías. Estas sociedades con un escenario de relaciones sociales con tantas asimetrías de poder, son políticamente democráticas y socialmente fascistas.

La globalización neoliberal exige e impone democracias de baja intensidad. El potencial de democracia de alta intensidad a nivel local es altísimo, pero es necesario saber que por sí mismo no puede enfrentarse a las políticas antidemocráticas ejercidas a nivel global. Es necesario desarrollar la articulación de democracias de alta intensidad. Una última consideración para destacar la estrecha relación entre democracia, prácticas y usos sociales del conocimiento: por más que se democraticen las prácticas sociales nunca se democratizarán lo suficiente si no se democratiza el conocimiento. No hay democracia sin educación popular. No hay democracia de las prácticas sin democracia de los saberes (Rodríguez Victoriano, 2005). En la lucha por la democracia de alta intensidad son sujetos todos aquellos agentes sociales que han renunciado a ser objetos, que han desertado de su condición de súbditos.

 

3. ¿Democracia participativa o democracia real?

Hasta ahora hemos tratado de explicar que la democracia representativa ha entrado en una crisis de legitimación. Muchos han sido los factores que han ido interviniendo a lo largo del tiempo y han provocado una desafección política por parte de la ciudadanía. Esto ha ocasionado que desde los organismos autonómicos, estatales y europeos haya un manifiesto interés por el fomento de la participación ciudadana y el consiguiente despliegue de mecanismos institucionales. También la sociedad civil ha respondido a esta crisis y ha intentado sumarse a los procesos de participación iniciados por los organismos. Aunque, por otra parte, esta misma sociedad civil ha optado por movilizarse fuera de los parámetros de la institucionalización y en muchos casos lo ha hecho de manera global.

Encontramos que hay una reavivación del denominado tercer sector, que podría interpretarse como una oportunidad para que el principio de la comunidad comporte ventajas comparativas respecto a los principios del Estado y del Mercado. Pero no está claro que estemos ante un doble fracaso del Estado y del Mercado – ni siquiera a pesar de la gran crisis que azota al sistema desde 2008. Y, por otra parte, de existir dicho fracaso, se pone en duda que el tercer sector tenga una autonomía suficiente como para liderar un proceso de regulación justo, tras un siglo de colonización estatal y mercantil (Santos, 2006).

En esta línea, Perrow (1992) nos explica cómo las organizaciones institucionales han absorbido a la sociedad. Han succionado buena parte de lo que siempre hemos denominado sociedad y han convertido a las organizaciones, que en un tiempo fueron parte de la sociedad, en sustitutos de la misma. Actividades que fueron ejecutadas por pequeños grupos informales y organizaciones autónomas, ahora están siendo ejecutadas por grandes burocracias. Las fuentes alternativas de formación de la comunidad declinan.

Una cuestión de protagonismo

La mayoría de las perspectivas teóricas analizadas que abordan la participación ciudadana, otorgan el papel protagonista de la misma a la ciudadanía. También lo hacen las investigaciones empíricas. Situándonos en la sociedad española, desde 2010 las investigaciones cualitativas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), han señalado esa centralidade.1 Ahora bien, es evidente que una cosa es el protagonismo formal y otra el papel real. La participación es un fenómeno en el que entran en relación las instituciones políticas y la ciudadanía, a través de movimientos sociales, colectivos o individualmente. Lo que no está tan claro es que por definición la participación deba, necesariamente, colaborar con el gobierno o con las instituciones para la toma de decisiones. Esta colaboración sitúa a la ciudadanía en un plano secundario. La ciudadanía está doblemente objetivada: como colaboradora y como beneficiaria.

Literalmente, el concepto de participación hace referencia a tomar parte en algo. Como menciona Pereda (2005), de esta consideración suele derivarse que el plano del diseño y dirección de las macrointervenciones sociales es competencia de otros (políticos, profesionales...) y lo que es propio de los ciudadanos sería la participación por invitación (cuando el otro toma la iniciativa) o bien por irrupción (cuando luchan o presionan frente a otros en defensa de sus propios intereses). Distinguir entre participación “por invitación” y “por irrupción”, resulta de utilidad a la hora de analizar los cambios en las formas de participación ciudadana y política. Estas consideraciones ponen el acento en una cuestión clave a la hora de determinar las características y el alcance de la participación: la de los sujetos sociales, tanto de derecho como de hecho. Parece obvio que si bajamos del terreno de los principios al de los hechos sociales, la participación adquiere caracteres diferenciales según quienes la ejercen, en función de qué objetivos, con qué grado de autonomía y con qué poder o margen de maniobra cuentan para conseguir sus objetivos.

No es necesario recurrir a todos los montajes justificativos que consideran la participación ciudadana como un fenómeno que puede llenar el vacío de la desafección que la ciudadanía siente por la cosa pública. En este proceso se diferencia muy bien la legitimación electoral que sustenta la democracia, que se quiere subsanar con la participación, de la propia participación ciudadana que no es fuente de derecho. Determinar quiénes tienen el papel protagonista en los procesos, comporta otorgar el protagonismo en la democracia, un tema que desvela el componente ideológico que hay detrás de cada una de estas tendencias. De lo que se trata es de dilucidar cómo se reparten los papeles de sujeto y de objeto en los procesos de participación. Las tendencias que se derivan del punto anterior se pueden agrupar en dos grandes grupos:

 

 

Resulta evidente que el sujeto es la democracia existente. Pero también resulta evidente que los conceptos no son sujetos. Son las estructuras sociales/institucionales sobre las que se sustenta el concepto de democracia existente, las que constituyen a los sujetos. Ya hemos dicho que uno de los principales argumentos para explicar la participación ciudadana es que la ciudadanía está alejada de la política, de las instituciones y del gobierno. El propio argumento diferencia la ciudadanía de la institución política y nos muestra por dónde se mueven las contradicciones sociales. En este sentido, Estado y ciudadanía son elementos reconocidos como diferentes. El reforzamiento del Estado no significa que la ciudadanía esté representada; por lo tanto, en el reparto de los papeles que a cada una de las dos partes le corresponde, encontraremos una de las principales diferencias prácticas entre ambos.

Por último, añadiremos que la participación no existe en abstracto, sino en un medio social condicionado, entre otras cosas:

Por una estructuración de las actividades económicas – actualmente bajo la égida del capitalismo global –, una institucionalización de la política – en el caso del Estado español, la monarquía parlamentaria – y unas ideologías o pautas culturales capaces de impregnar nuestra forma de ver la vida y de enfrentar los acontecimientos – en nuestro caso, el discurso dominante de la modernización neoliberal. (Pereda, 2005)

Participación por invitación: participación regulada y legitimación de la democracia

En primer lugar, hay un grupo constituido por aquellas definiciones de participación como algo relativo a las instituciones de gobierno; dichas instituciones son los promotores. Las instituciones son el sujeto de la participación y la ciudadanía y la propia participación son objetos y mecanismos para la consolidación de la institución que promueve la participación. Este tipo puede denominarse regulador/dominador, ya que se basa en la regulación y formalización de dinámicas con el fin de perpetuar la estabilización del sistema de poder y de las instituciones que lo hacen efectivo (Ginés Sánchez et al., 2010).

Se entiende aquí que la ciudadanía y los movimientos sociales, además de los procesos de participación que generan, deben ser regulados e institucionalizados para que puedan desarrollarse en las fórmulas reglamentarías existentes. El proceso se sujeta en la “Ley de hierro de la oligarquía” (Michels, 1983), que hace moderar los discursos – su radicalidad – y elimina la posibilidad de tener como finalidad el cambio social, como condición para su organización. Esta misma organización es la que da origen a la dominación de los elegidos sobre los electores. Quien dice organización, dice oligarquía.

No obstante, dentro de este tipo de democracia participativa encontramos un extenso abanico de experiencias que merecen una especial distinción. Se trata, siguiendo a Gret y Sintomer (2002), de las distancias políticas y conceptuales entre las versiones más radicales y transformadoras de gestión participativa y otras versiones más livianas e instrumentales. El primer aspecto que diferencia unas experiencias de otras es ver el sentido de la participación. Los casos de participación instrumental han extendido una visión circunstancial, esporádica y utilitaria. El objeto sobre el que se invita a participar y se decide tiene pocas implicaciones prácticas; la participación social es más un aditamento para abaratar los costos de la gestión pública o recomponer la legitimidad y los nexos clientelares de ciertos partidos, que un dispositivo para estimular la construcción de sujetos sociales. El segundo aspecto está relacionado con el impacto real de la gestión. La retórica de la participación ahoga su efectiva puesta en juego. Sin embargo, los Presupuestos Participativos de Porto Alegre, por ejemplo, constituyeron el contraste, ya que en ellos el pleno ejercicio de la democracia pudo propulsar impactos reales y tangibles en la gestión de la vida social de la ciudad. Ciertos procesos, aunque se inicien desde los gobiernos – por invitación –, tienen efectos prácticos y no son simplemente una virtud de la gestión municipal; son una virtud, sobre todo, en el sentido de que tal dinámica de la gestión establece condiciones para la conformación de sujetos políticos que, a partir de la elaboración pública de sus carencias y necesidades, desarrollan una experiencia política que les constituye como tales (Gret y Sintomer, 2002). Aparece con fuerza la dimensión política de la gestión, o en otros términos, la vinculación entre gestión democrática y ciudadanización.

Participación por irrupción: la emancipación social y el papel de los movimientos sociales

En el segundo bloque se sitúan las tendencias emancipadores/dominados que otorgan el papel actor a la ciudadanía y a los movimientos sociales. La participación sería una finalidad. Por lo tanto, es a través de cambios en las estructuras de poder y de las instituciones como se puede garantizar la participación de la ciudadanía movilizada socialmente. Cabe preguntarse qué lugar ocupan los movimientos sociales entre el resto de sujetos del cambio social. Sztompka (1993) propone una tipología del cambio social dónde hace la distinción de las diversas formas en las que el cambio social puede originarse. Los cambios pueden venir “desde abajo”, en las actividades realizadas por grandes masas cohesionadas o “desde arriba”, en las actividades de élites. Tomando este criterio, algunos cambios pueden ser intencionados y otros pueden surgir como efectos colaterales.

 

 

La categoría número 4 describe la situación en que la gente se reúne y se organiza con el fin de producir un cambio. Dependiendo del grado de organización, el espectro abarca desde multitudes y revueltas espontáneas, a movimientos sociales. La adecuada definición de movimientos sociales debe diferenciarlos de los otros agentes que se pueden incluir en esta categoría (la 4). Los movimientos sociales son colectivos poco organizados que actúan de forma conjunta y de manera no institucionalizada, con el fin de producir un cambio social. Tal y como los define Touraine (2009), son “actores históricos”. “Son actores colectivos, difusos y rupturistas con respecto al orden social, que pretenden hacer valer otras formas de construir nuestro mundo‑referencia, y por ende, de satisfacer nuestras necesidades” (Calle, 2009: 84).

Della Porta y Diani (2006) profundizan más en esta cuestión y encuentran un cierto consenso en la definición de lo que se puede considerar un movimiento social:

  • Redes informales de interacción: los movimientos sociales son considerados como redes sociales formadas por individuos, organizaciones, grupos, etc. (...) Estas redes procuran la circulación de recursos para la acción como información, recursos materiales, etcétera, y también marcos de interpretación de la realidad, y crean las precondiciones de la movilización, favoreciendo visiones específicas del mundo y estilos de vida.
  • Creencias compartidas y solidaridad: que una estructura pueda ser reconocida como movimiento social pasa por el hecho de que sus componentes compartan creencias y sentimientos de pertenencia.
  • Acción colectiva centrada en los conflictos: los actores de los movimientos sociales deben estar comprometidos con demandas políticas compartidas de cambio u oposición. Utilizan formas de acción política no convencional. A pesar de la dificultad de definir esta idea, debe quedar más o menos claro que los movimientos sociales no son organizaciones políticas que usan canales institucionalizados para influenciar políticamente.

A través de los movimientos sociales se puede dar vida al último de los niveles de la democracia: conseguir una democracia al nivel del sistema. En ellos, por lo tanto, se contiene la esperanza del cambio, el resurgir del reformismo y las rupturas emancipatorias. El cambio “desde abajo” es la oportunidad de escapar de la “ley de hierro de la oligarquía” y de hacer revivir las fuentes alternativas de la comunidad.

Siguiendo a Subirats (2005), las organizaciones políticas que apuntan a la transformación social se debaten entre distintas alternativas que en ocasiones se presentan como excluyentes. Diferentes corrientes teóricas se centran en señalar que si se quiere conseguir incidencia política y, por ende, cambio social, se tiene que trabajar en y desde las instituciones. Otras corrientes entienden que sólo es posible la transformación desde fuera de las instituciones. Desde esta perspectiva, estar “dentro”, implica reforzar esas instituciones, legitimar su manera de hacer y de actuar; una manera de hacer y de actuar que va perdiendo capacidad de transformación real. Desde este punto de vista, no hay transformación alguna dentro de los estrechos límites que marca el juego democrático‑mediático. Es indudable que fuera de las instituciones las contradicciones internas se reducen, pero también es cierto que la capacidad de incidencia disminuye. La democracia (a los tres niveles) debe trabajar con estas disyuntivas, expresando la “resistencia” y la “rebelión” frente a una realidad que se nos presenta como la única posible, construyendo “alternativas” a dicha realidad, y presionando y tensando a las instituciones para “incidir” en las mismas y lograr que modifiquen su manera de hacer y de operar. Eso exige superar el debate sobre la democracia participativa y su relación con la democracia representativa, como si sólo se tratara de complementar, mejorar, reforzar una (la representativa) a través de la nueva savia que aportará la otra (la participativa) (Subirats, 2005).

 

4. Impugnar y construir. Los movimientos sociales como agentes de cambio

Como asegura Pisarello (2013), hasta hace poco la demanda de un proceso constituyente hubiera resultado fuera de lugar. El consenso sobre el régimen constitucional español era un acuerdo sobre un modelo económico pero no social. Un modelo que giraba en torno al crecimiento especulativo y la contención de los salarios, a la vez que facilitaba el acceso al crédito.

Este modelo creó la ilusión de una sociedad de propietarios, de clientes satisfechos. Se perdían derechos, pero se podía consumir. El deterioro social podía suplirse con ladrillo abundante, inmigrantes explotados e hipotecas para todos. Mientras duró, el régimen pudo recabar legitimidad. O al menos, frenar a sus adversarios. El patriotismo constitucional se sostenía sobre esas bases materiales. Hasta que estalló la crisis financiera. (Pisarello, 2013: 41)

En el estudio del CIS sobre la corrupción política se expresa lo siguiente: “al principio de la democracia todo el mundo estaba contento. Ahora está la crisis, el paro, hay un montón de cosas. Antes la gente tenía ganas. Ahora está desencantada” (GD1 Amas de casa, 50‑60 años, Valencia).2

Si bien, como muestran los datos del CIS (gráfico 1), la ciudadanía nunca valoró de manera positiva la situación política – desde 1996 hasta 2009 los porcentajes más altos de respuesta se adhieren a la valoración “regular” – es a partir de la crisis financiera cuando los ciudadanos perciben una situación política “mala” o “muy mala”.

 

 

A la luz de la crisis financiera se desveló “la ficción del milagro económico español” (Ibáñez y López, 2012). Cuando la estafa salió a flote, los gobiernos, del PSOE primero y del PP después, mostraron una “sorprendente” unanimidad en sus preferencias. Asistir a los bancos, cumplir con los requerimientos de la Troika y utilizar los servicios públicos y los derechos sociales como pago. Asistieron a los bancos pero desasistieron a la ciudadanía. Para llevar a cabo esta hazaña, se constitucionalizó la prioridad del pago de la deuda externa sobre cualquier otra inversión social. De esta manera nos sometimos al régimen de la “deudocracia” (Kitidi y Chatzistefanou, 2011).

No podemos detenernos aquí sobre lo que hemos calificado como “sorprendente” sintonía entre el PSOE y el PP, que ha dado lugar a una condensación en ambas siglas: “PPSOE”, un término frecuente en los análisis actuales sobre la situación política en España (La Serna, 2015; Palao Errando, 2013). A este respecto, Palao Errando (2013) explica:

No sólo la derecha recogió lo que llevaba ocho años sembrando, sino que la izquierda se desvinculó de las políticas institucionales y el Movimiento Indignado, el 15M, acuñó las siglas PPSOE apuntando al negro agujero de la deslegitimación de la democracia parlamentaria: todos gozáis de lo mismo. El bipartidismo es el sistema y coagula la operatividad de la voluntad popular. (ibidem: 55)

Dicha sintonía, no es nueva. Ya fue señalada por la sociología crítica española al analizar la transición democrática española. Desde esta perspectiva se puso de relieve que frente a una ruptura política radical con el franquismo y una democratización real de los fundamentos económicos y sociales de esas mismas estructuras de poder, la transición del franquismo al postfranquismo se salda con un “pacto social”, una salida pacífica y neutralizada de la Dictadura que implica (Ortí, 1998: 11): “Una pacificación y progresivo ‘desarme’ – desde abajo – de las expectativas de las masas populares y una reducción de los contenidos democrático‑populares o socioeconómicos del régimen postfranquista”. Todo ello, a cambio, de la democracia electoral y de la recuperación del parlamentarismo.

Volviendo a nuestro inmediato presente, la deuda ilegítima creada por el propio sistema financiero especulativo y las políticas de ajuste dirigidas contra la sociedad, junto a los numerosos casos de corrupción y la pérdida de legitimidad de las instituciones públicas, han causado en el Estado español la mayor crisis de la democracia de las últimas décadas. El creciente desempleo, el ataque a la sanidad y la educación públicas, a los derechos laborales y sociales y al medio ambiente son algunas de las materializaciones de la aplicación de estas políticas neoliberales. Hay indignación, pero a su vez persiste la impotencia y el miedo. Este régimen deudocrático, ha hecho que a la impunidad financiera de los más poderosos corresponda la criminalización creciente de la protesta de los disidentes (Pisarello, 2013). Sin embargo, se están generando espacios de solidaridad y resistencia. La PAH, las mareas de mareas, huelgas, ocupaciones…, son algunos ejemplos.

Como plantea Amador Fernández‑Savater (2014), las plazas del 15M fueron a la vez un desafío a la definición neoliberal de la realidad (un No: “No queremos ser mercancías en manos de políticos y banqueros”, “No nos representan”) y la producción de nueva realidad, de un proceso constituyente (un Sí: “Democracia real ya”). El 15M nunca fue un actor, sino una forma de actuar; es a partir de esta constatación que uno de los lemas que circularon durante su tercer aniversario ha sido: “No hemos vuelto, porque nunca nos habíamos ido” (Comité disperso, 2013). Las distintas mareas ciudadanas, la PAH…, han acrecentado la experiencia, traduciéndola y dispersándola. Redefiniendo lo justo y lo injusto a través del NO: “No a los recortes”, “La sanidad no se vende”. Pero también creando nuevos espacios donde vivir el Sí: “Escuela Pública para todos”, “Renta básica” (Fernández‑Savater, 2014). En este último aspecto debemos citar a BALADRE (Coordinación estatal de luchas contra el paro, la pobreza y la exclusión social), que llevan más de 20 años trabajando el tema de la Renta Básica de las Iguales.3

También merece especial atención el trabajo de la PAH, que con la campaña “Stop desahucios” y con la Obra Social han conseguido transformar el imaginario social, han erradicado el estigma del desahucio y la ocupación, y han impulsado el de la dignidad y la solidaridad, a la par que han permitido hacer efectiva la autotutela del derecho a la vivienda. Además, todas sus acciones y especialmente la Iniciativa Legislativa Popular, han permitido abrir un proceso de participación, empoderamiento y transparencia. Por todo ello, estamos de acuerdo con Macías (2013) al afirmar que la PAH ha conseguido no sólo iniciar un proceso de autotutela de derechos, sino que ha puesto en cuestión el sistema económico y la democracia del Estado español. Los movimientos sociales son “prácticas reflexivas” o “democracias instituyentes”, capaces de “imaginar futuros posibles” (Calle, 2009). De ahí el interés de seguir las propuestas de los movimientos sociales en sus intentos de “radicalizar la democracia”.

Después de la avalancha austericida, todas estas iniciativas pueden parecer humildes; pero a la luz de los resultados de diferentes encuestas y estudios cualitativos, observamos el apoyo que reciben los movimientos sociales. Ante una situación de desahucio, la gente confía más en la PAH o cualquier otra ONG, antes que en cualquier otra institución.

 

 

Asimismo, la gente expresa simpatía y cree en los argumentos argüidos por el movimiento 15M. Dichos argumentos se sintetizan en la reivindicación y exigencia de una democracia real.

 

 

 

Esta confianza en los movimientos sociales ha ido en detrimento de la poca confianza que recibía la clase política que gestionó la deudocracia. Los datos aportados por el último Eurbarómetro (2016) a este respecto, son claramente más desfavorables en el Estado español que en el conjunto de la Unión Europea. Según este estudio, apenas uno de cada siete españoles confía en nuestro Parlamento (15%) y Gobierno estatal (14%). Incluso ha llegado a percibirse a “la clase política” como uno de los principales problemas para el Estado español, como muestran los Barómetros del CIS.

 

 

De manera unánime, los discursos de las últimas investigaciones cualitativas del CIS, independientemente de la posición social desde la que se emanan, también expresaron esa desafección hacia la clase política. La clase política que ha gestionado la deudocracia y la cleptocracia está muy deslegitimada. Tal como se expresa en los discursos, la democracia se ha sustituido por:

La dictadura de los bancos (…) es la esclavitud de este siglo (…) esto no es democracia para nada, cuando, por mucho que tú votes (…) lo que rige tu día a día es tu hipoteca (…) la política ya no es tanto de los políticos, son las farmacéuticas, las petroleras, los bancos. (GD4 Profesionales Liberales y Trabajadores de Cualificación Universitaria, 35‑50 años. Barcelona)4

De alguna manera, las asociaciones que de forma espontánea se desarrollan en las conversaciones grupales nos indican cuáles son los presupuestos implícitos y en qué campo de valores y de significaciones se construye el concepto de “políticos”:

Para mí, economía es igual a dinero… Dinero es igual a mantenimiento, sostenimiento del político, en muchas de las ocasiones los políticos están al servicio de… los dineros (GD11 Cuadros administrativos de empresas, encargados comerciales, 45‑54 años, A Coruña)5

Todos estos discursos y gráficos enuncian que el régimen bipartidista y monárquico heredado del franquismo y hoy en día sometido a la Troika, es un lastre insoportable. Los partidos PP y PSOE, fueron perdiendo valor en la estimación de voto desde mediados de 2011 (momento en que estalló el movimiento 15M).

 

 

Esta deslegitimación puede traducirse en resignación, pero a su vez puede retroalimentar reacciones destituyentes que lleven a un nuevo proceso constituyente. Dicho proceso constituyente sólo puede ser resultado de la materia viva de un conjunto amplio de movimientos, de luchas y conflictos enfrentados a la caducidad del régimen, de procesos de politización y subjetivización política amplios y novedosos (Rodríguez, 2014).

Para profundizar la democracia y hacerla democrática en todos sus niveles, se deberá apostar por trabajar en los cruces entre instituciones y movimientos sociales, entre política institucional y política no convencional; con incidencia política y con voluntad transformadora, deberán escogerse o plantearse temas, problemas y formas de hacer que conecten bien con esa perspectiva (Subirats, 2005). Lo que se ha denominado “nueva política” y los partidos de izquierdas que la constituyen, no debería olvidar esta perspectiva y recordar que la democracia debe ser democrática a los tres niveles.

El límite estructural que el Estado liberal pone a las posibilidades de las prácticas participativas, es el de la desigualdad social (Pares, 2009: 445); pero no es el único límite, también impone fuertes restricciones a los contenidos y posibilidades transformadoras de la democracia real. Con su demanda de “democracia real”, el 15M significó la impugnación de dichos límites. Si los nuevos partidos nacidos al calor de dicho movimiento no asumen en su política esta cuestión, en toda su complejidad, están condenados a repetir, una vez más, los errores de la vieja política de izquierdas.

La reversión de la actual impotencia democrática (Sánchez‑Cuenca, 2014) pasa necesariamente por recordar con Walter Benjamin, que no hay futuro si no viene del pasado – del pasado de los vencidos –, y con Jesús Ibánez que sólo hay futuro desde el recuerdo: “Una democracia sin recuerdos es el olvido de la democracia. La mentira de la democracia” (1997: 56). En este terreno, en el Estado español “contamos con una considerable ventaja: sabemos que una democracia hecha sólo de partidos y representación mata la democracia” (Rodríguez, 2014: 30).

 

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Recibido: 24.03.2016

Aceptación comunicada: 12.12.2016

 

NOTAS

* Parte del presente artículo fue presentado en el Coloquio Internacional Epistemologías del Sur: Aprendizajes globales Sur‑Sur, Sur‑Norte y Norte‑Sur, celebrado en Coimbra en julio del 2013. Las comunicaciones de dicho congreso fueron publicadas en un Libro de Actas. No obstante, hemos efectuado una revisión de los contenidos gracias a las críticas y comentarios recibidos durante el congreso

1 Estudio 2926 CIS (2011) “El sistema de los discursos sociales sobre los conceptos izquierda y derecha en España”.

2 Estudio 2863 CIS (2011) “La corrupción política en España”.

3 Para mayor profundización consultar Iglesias et al. (2012).

4 Estudio 2926 CIS (2011), “El sistema de los discursos sociales sobre los conceptos izquierda y derecha en España”.

5 Estudio 2865 CIS (2011), “El discurso de los españoles sobre la relación entre economía y política”.

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