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Revista :Estúdio

versão impressa ISSN 1647-6158

Estúdio vol.4 no.8 Lisboa dez. 2013

 

ARTIGOS ORIGINAIS

ORIGINAL ARTICLES

La raíz de las constelaciones. El árbol como icono en el paisaje soñado de María or tega Estepa

The root of the constellations. The tree as an icon in María Ortega Estepa's dreamed landscape

 

José Manuel García Perera*

 

*España, pintor. Profesor ayudante y Doctor en Bellas Artes por la Universidad de Sevilla.

AFILIAÇÃO: Universidad de Sevilla. Facultad de Bellas Artes. Departamento de Pintura. Calle Laraña, 3. 41003 Sevilla, Espanha.

 

Endereço para correspondência

 

RESUMEN:

Este artículo se acerca a la figura de la artista española María Ortega a través del estudio del papel que el icono del árbol desempeña en su obra. Este símbolo materializa un recorrido vital cargado de recuerdos personales a la que vez suscita la reflexión acerca de cuestiones primarias de la naturaleza humana. Lo cercano y lo lejano, la vida vegetal y las constelaciones, se unen configurando el paisaje interior de nuestra propia existencia.

Palabras-clave: pintura / escultura / naturaleza / árbol.

 

ABSTRACT

This article approaches the figure of Spanish artist María Ortega through the study of the role played by the tree as an icon in her work. This symbol materializes a life journey full of personal memories but also raises a reflection on human condition. Nearby things and distant things, plant life and constellations, come together to configure the inner landscape of our own existence.

Keywords: painting / sculpture / natur / tree.

 

Introducción

A lo largo de parte importante de la historia del arte el paisaje ha realizado un viaje desde fuera hacia dentro, desde la realidad de la que forma parte hacia el artista que filtra la información recibida de una manera única. Con el paso del tiempo, y con la ruptura que supusieron las vanguardias en el inicio del siglo XX, el paisaje se permite el rumbo contrario: nace en el interior del artista y se proyecta en la realidad con entidad propia y ajeno a cualquier servilismo. Ese es el trayecto del paisaje de María Ortega Estepa (Córdoba, 1983). Su obra nos propone lugares no tanto físicos como mentales, imágenes flotantes, evanescentes y cambiantes como los recuerdos o la experiencia. Fruto de este mundo, el paisaje se configura no siguiendo una ilusión espacial sino un esquema memorístico, soñado, acumulativo, y con ello facilita la experiencia del espectador: sueña y recuerda ante el cuadro para hacer ese paisaje suyo, ese que hasta el momento sólo pertenecía a la artista.

Este artículo pretende profundizar en el estudio de la obra de María Ortega a través de la exploración de su mundo singular y cargado de evocación. En un momento como el actual en el que el arte y la naturaleza parecen más unidos que nunca, la voz de esta creadora nos habla con la sencillez y la sinceridad de quien une vida y arte, nos descubre la maravilla que esconden las cosas pequeñas y cercanas, y constituye un luminoso ejemplo de la relación benefactora entre el ser humano y su entorno natural.

El icono del árbol, tan presente en su trabajo, se posiciona en el centro de este texto atendiendo a su poder simbólico y a su constante presencia en la tradición artística: a través de él se han explicado muchas cosas desde antiguo; a través de él, cargándolo con múltiples resonancias, María Ortega nos habla de todo aquello cuanto somos. El árbol se convierte así, por medio de la doble visión que ha estructurado el presente escrito, y gracias a su desarrollo en cada uno de los medios de los que se ocupa la artista (dibujo, pintura y escultura), en un inmejorable instrumento para desentrañar las inquietudes vitales que la autora proyecta sobre sus creaciones.

 

1. El árbol y la tierra

Uno de los rasgos clave que ha catalizado la evolución de la artista cordobesa es la reducción de su campo visual. Sin este cambio, que en principio puede parecer insignificante, el icono del árbol probablemente nunca hubiera alcanzado la dimensión que hoy presenta en su trabajo. Es más, la propia concepción de no pocas de las pequeñas esculturas que realiza actualmente bien podría entenderse como una consecuencia de esta nueva mirada. Desde las tempranas visiones de las campiñas de su Córdoba natal y desde las panorámicas de bosques espesos hasta el micropaisaje que hoy domina su propuesta, hasta ese micromundo cargado de vivencias, su manera de entender la pintura se ha transformado respondiendo al nuevo modo en que se relaciona con la naturaleza: este zum constante sobre el paisaje desestabiliza nuestro habitual punto de vista, el humano, y posibilita el acercamiento del que trata la naturaleza como un igual, hasta tal punto que bien puede surgir la pregunta acerca de los límites entre el paisaje y el retrato. En este sentido, todo cambio plástico viene en gran medida condicionado por la fascinación hacia el mundo ínfimo recién descubierto, por la necesidad de registrar, vía pintura, papel recortado, flor o retazo, cada minúscula partícula de un fascinante teatro en miniatura.

La visión del árbol muta gracias a esta nueva perspectiva: ya no es tronco y copa majestuosos; ahora es materia, y es cuando se entra en ella, ahí, desde la médula, que el árbol puede ser un medio para hablar de otras cosas que nos atañen de cerca. La pintora traspasa la corteza, entra en la encrucijada de raíces y ramas, se introduce en los anillos de crecimiento del tronco, en la savia interna que lo recorre, en las vetas de una madera que en su dibujo incesante de curvas concéntricas arrastra consigo recuerdos e historias que quedan para siempre atrapados ahí, lo mismo que en la piel replegada de un anciano. El paralelismo no es, por obvio, menos poderoso: a través de ese ente que es el árbol, enraizado umbilicalmente en la tierra, recorrido interiormente de capilares cargados de líquido fluyente, María Ortega no hace sino revivir su vida, reforzar lazos con sus seres queridos, con el entorno familiar que la cobija. El recuerdo de la infancia, a buen seguro el leitmotiv que impulsa toda su obra, encuentra en este icono su máxima expresión por lo que en él hay de testigo mudo de cosas innumerables. El dibujo de la vida del tronco es también el de la vida de la artista que, cargada de capítulos imposibles de recordar, sólo puede ser vivida en su totalidad a través de las narraciones de sus abuelos. Rama a rama, cuento a cuento, cobra forma un árbol mental, un mapa cerebral que acaba extendiéndose hasta alcanzar el tamaño de una vasta región. Su serie Homologías del recuerdo (2013) constituye, a modo de mapa topográfico, geografías sólo existentes en la imaginación (Figura 1; Figura 2):

Una especie de arqueología de los orígenes (…) se traslada a la obra a través de espacios e instantes que mis abuelos y abuelas me narraron todos estos años y han quedado en los cajones de mi memoria convirtiéndose ahora en vivas raíces y troncos de árbol cuya savia recorre mil caminos e infinidad de historias (Ortega, 2012: 7).

 

 

 

 

Sus cuatro abuelos son cuatro árboles enraizados en la tierra de la que ella se alimenta con palabras: "Los árboles que traigo tienen historia, tienen voz y nombre: Carmen, Francisco, Marichón y Paco, porque sus raíces transformaron mi tierra" (Ortega, 2012: 28).

 

2. El árbol y el cielo

Pero al mismo tiempo, este ser profundamente enraizado en la tierra tiende a su antagónico, al cielo, al cosmos lejano e inalcanzable, lugar más tradicionalmente apto para la ensoñación y el misterio. Con este planteamiento María Ortega nos recuerda que también el suelo que pisamos alberga la maravilla, que la flor puede convertirse en estrella, que los anillos de un árbol contienen luceros del mismo modo que los anillos de una constelación (Figura 3). El necesario previo acercamiento, ese mencionado zum, ha propiciado, por paradójico que pueda resultar, el mayor de los alejamientos posibles: dentro del árbol, entre sus anillos, allí donde se encuentran los relatos de los antepasados, se ha dibujado primero toda una región imposible de abarcar más allá de su representación en un mapa. El árbol entonces se agiganta. Pero aún mucho más lejos, los anillos del tronco pueden también equipararse con una galaxia tal y como la vemos a millones de kilómetros de distancia. Como una imagen especular del suelo, el cielo también recoge nuestro recorrido vital, uniendo puntos y conformando nuevos trayectos-constelaciones. Son el suelo y el techo de nuestra existencia, los límites inferior y superior entre los que se expande el espacio de nuestra vida. No en vano el ser humano se ha guiado desde siempre por las estrellas. La última y reciente exposición de la artista, Nuevas Constelaciones (2013), incide en esta idea al presentarnos secciones de troncos de árbol en los que una serie de puntos y números marcan posiciones de un trayecto imaginado.

 

 

Esta configuración, aunque todavía sin resonancias estelares, tiene su origen en la obra Paisajes de mil vidas (2009), intervención sobre fragmentos de troncos reales en los que la parte visible del interior ha sido sustituida por serpentinas de papel de colores que siguen el mismo dibujo de círculos concéntricos. Toda la carga conceptual y emotiva asociada al árbol se une a un objeto como la serpentina, tan claramente vinculado al recuerdo infantil del festejo (Figura 4).

 

 

En Nuevas Constelaciones, los círculos concéntricos del tronco aluden de forma inequívoca al desarrollo vital, pero ahora de un modo más ordenado que en la visión terrenal que ofrecía Homologías del recuerdo: desde lo alto, desde fuera, nuestra vida parece recorrer cauces establecidos, no hay confusión, no hay ruido. Dentro del laberinto, inmersos en la vorágine, entre raíces y ramas, los círculos se entrecruzan, se contradicen, nos ofrecen infinitas posibilidades.

 

Conclusión

Esta doble visión enriquece enormemente la lectura de la obra de María Ortega Estepa. El mero acercamiento inicial ha desembocado en un juego en el que es difícil discernir si el espectador está lejos o cerca, si lo que contempla es minúsculo o inmenso, o si existe la posibilidad de que se den ambas cosas a la vez. La pequeña escultura El árbol de la vida (2012) representa la unión definitiva: sus raíces descubiertas han recogido las estrellas del cielo (Figura 5).

 

 

Esta dualidad hace del árbol una bisagra entre lo terrenal y lo celestial. El microcosmos y el macrocosmos diluyen sus fronteras, lo más ínfimo puede contener todo el universo, y este, a su vez, puede servir para explicar lo más pequeño. Esto no es sino un trasunto de nuestro propio existir, de nuestra condición de seres pegados a la tierra que continuamente proyectan ensoñaciones en el cielo. A través de lo íntimo, de sus propias vivencias, de sus recuerdos, la artista elabora un paisaje que explora su mundo interior, pero también nuestro papel en la existencia, activando la imaginación y el recuerdo de todo aquél que contempla, que se ve retratado desde el núcleo de ese pequeño universo completo que somos.

 

Referencias

Ortega, María (2009). Paisajes de mil vidas. Serpentinas de papel y madera. Medidas variables.         [ Links ]

Ortega, María (2012). "El Árbol de la Vida." In Del Campo Romaguera, Carmen. (2012) Sus raíces transformaron la tierra. Córdoba: Casededint. ISBN-13:978-84-938667-7-8.         [ Links ]

Ortega, María (2012). El Árbol de la Vida. Técnica mixta. Medidas variables.         [ Links ]

Ortega, María (2013). Detalle de Homologías del recuerdo. Técnica mixta sobre papel. 250 x 150 cm.         [ Links ]

Ortega, María (2013). Detalle de Homologías del recuerdo. Técnica mixta sobre papel. 250 x 150 cm.         [ Links ]

Ortega, María (2013). Nuevas Constelaciones. Técnica mixta sobre papel. 36 x 28 cm.         [ Links ]

 

Artigo completo recebido a 19 de agosto e aprovado a 24 de setembro de 2013

 

Endereço para correspondência

 

Correio eletrónico: josegperera@gmail.com (José García Perera)

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