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Cadernos de Estudos Africanos

versão impressa ISSN 1645-3794

Cadernos de Estudos Africanos  no.29 Lisboa jun. 2015

 

ARTIGO ORIGINAL

Las Mujeres y el Mito de la Agricultura de Subsistencia. De la exportación de alimentos a la dependencia alimentaria en el sur de Mozambique

Women and the myth of subsistence agriculture. From exporting food to food dependency in Southern Mozambique

 

Albert Farré*

*Instituto de Ciências Sociais, Departamento de Antropologia, Universidade de Brasília, Campus Universitário Darcy Ribeiro, Brasília, 70910-900 Brasil, fantura2@hotmail.com

 

RESUMEN

Uno de los temas recurrentes en los debates sobre desarrollo rural en Mozambique es la existencia y el protagonismo de la llamada agricultura doméstica de subsistencia, también referida como sector familiar. En este artículo nos proponemos cuestionar este concepto a través de una perspectiva histórica que siga los cambios producidos en las zonas rurales del sur de Mozambique, antes, durante y después del colonialismo. A menudo conceptos como economía doméstica tienden a simplificar demasiado las realidades complejas de las zonas rurales, dificultando análisis más detallados sobre los cambios que allí acontecen, por ejemplo en relación a la existencia de mercados rurales, o a las desigualdades y dependencias sociales que estructuran las sociedades rurales.

Palabras clave: Mozambique, historia, agricultura doméstica, mujeres, movilidad, mercados

 

ABSTRACT

As in many African countries, agriculture has been one of the key issues when debating rural development in Mozambique. One of the current concepts in these debates is the so called subsistence agriculture. In this article we propose an historical perspective to look at changes in rural areas of Southern Mozambique before colonialism, during colonialism and after the independence. By focusing on the evolution of rural markets, social inequalities, kin and other hierarchies that structure rural societies, we propose that concepts as subsistence agriculture and family sector, if used without taking into account historical changes, tend to simplify too much ever changing rural complexities. We conclude that history can help  in socioeconomic analysis and  a better diagnosis for future policies.

Keywords: Mozambique, history, subsistence agriculture, women, mobility, markets

 

A final topic which bears importantly on this issue is the rise of a significant petty trade in agricultural products and collected wild resources by local Africans at both Inhambane and Lourenço Marques by the middle of the eighteenth century (Alpers, 1984, p. 42).

A minha mãe era camponesa, ela nunca trabalhou fora de Ndixe [aldeia no distrito de Marracuene]. Antigamente os produtos da colheita não se vendiam. Apenas os animais é que se vendiam (e isso era negócio dos homens). A minha mãe nunca vendeu nada (Asa, 60) (Waterhouse, 2001, p. 69).

Todavia em Inhamissa e Chókwe as pessoas combinavam a produção de algodão com a cultura de subsistência. (...) As mulheres estavam a tornar-se extremamente ricas. Depois duma colheita de algodão elas podiam receber um valor igual a 10.000$, 15.000$ ou mais, um montante que muitos trabalhadores migrantes não conseguiam obter. Pareceu, para os meus informantes que, como resultado dos seus rendimentos independentes as mulheres perdiam respeito para com os seus esposos e isso originava muitos problemas sociais (Covane, 2001, pp. 185-187).

Estas tres citas reflejan la diversidad de situaciones que se han dado en el sur de Mozambique. La primera y la última muestran una integración de productos agrícolas en el mercado, con relaciones de intercambio favorables. Las dos últimas reflejan las desigualdades existentes, y cómo hacia el fin del periodo colonial algunas mujeres –sin duda una ínfima minoría– consiguieron obtener del algodón unos rendimientos superiores a los de muchos mineros. En cierto modo, cada uno de estos ejemplos muestra casos extremos que no se pueden tomar como representativos de toda la región del sur de Mozambique. Pero entre todos ponen en duda la visión simplista, difundida durante el colonialismo, de una agricultura doméstica reducida a la subsistencia, es decir, de una economía formada por pequeñas unidades autosuficientes, mayoritariamente pobres y aisladas del mercado. Incluso el testimonio de Asa, el segundo, que es el que más podría parecerse al estereotipo de agricultura de subsistencia, exige remitirnos a un elemento que está implícito, cuya importancia ha sido subrayada por varios investigadores: el trabajo rural por cuenta ajena y su relación con la desigualdad social existente (cf. Castel-Branco, 2008b; Cramer, Oya & Sender, 2008; First, 1983; Negrão, 2008; O’Laughlin, 1996; Sender, Oya & Cramer, 2006; Waterhouse & Vifjhuizen, 2001).

En este artículo queremos aportar una dimensión histórica a la evolución de la producción de alimentos y del mercado de trabajo en el sur de Mozambique. Las mujeres han sido tradicionalmente las encargadas del ámbito de producción de alimentos. Algunas autoras se han interesado específicamente en la función productiva de las mujeres en el sur de Mozambique durante los siglos XVIII y XIX (cf. Earthy, 1968; Van den Berg, 1987; Young, 1977; Zimba, 2003), y todas ellas coinciden en que algunas de ellas tenían la capacidad de transformar su trabajo en dinero vendiendo parte de esos alimentos, principalmente en los puertos de Inhambane y Lourenço Marques. Además del cultivo de los cereales clásicos (mapira y mexoeira) también se plantaban judías. Generalmente se cultivaban pequeños pedazos de tierras alejados entre sí como una forma de diversificar riesgos ante la imprevisibilidad de las lluvias. Tenían también acceso a plantaciones de coco y anacardo (cayú), y recolectaban también tangerinas y guayabas para transformarlos en bebida, o mafurra para transformarla en aceite. Los bosques proporcionaban frutos silvestres y raíces, además de leña. Cerca de las lagunas o ríos producían hortalizas y arroz. También correspondía a las mujeres el marisqueo en las playas, y la cría de gallinas. Todo este abanico de posibilidades productivas implicaba una amplia movilidad en el territorio, que también ofrecía la posibilidad de comprar y vender pequeños excedentes allí donde se desplazaban. Esta movilidad era facilitada por las redes de parentesco exogámico patrilocal. Sin embargo, el radio de movilidad de las mujeres era menor que el de los hombres, que se dedicaban al pastoreo y a la caza de grande y pequeño porte, con el marfil y las pieles orientados al comercio con asiáticos y europeos, y la carne al mercado local. A pesar de los ciclos de sequía que recurrentemente afectaban a partes del territorio, la movilidad y la diversificación permitían garantizar la comida necesaria. Hoy la producción de alimentos en Mozambique en general, y en el sur de Mozambique en particular, es deficitaria, y la tendencia es que cada vez se produce menos en relación con lo que se necesita (Castel-Branco, 2008a, 2008b). ¿Qué ha pasado?

Históricamente las mujeres se habían ocupado de toda la cadena de los alimentos, desde su cultivo hasta la venda en los mercados, pasando por el almacenamiento y la cocina de cada casa (Van den Berg, 1987; Young, 1977). En este artículo queremos mostrar cómo las transformaciones de diversa índole ocurridas en los siglos XIX y XX han roto por diferentes lugares el control de las mujeres sobre toda la cadena de producción, consumo y comercialización de alimentos.

El siglo XIX empezó con un sistema productivo basado en el trabajo esclavo (cf. Capela, 1991; Capela & Medeiros, 1987; Harries, 1981b, 1982; Newitt, 1988). Sin embargo, a lo largo del siglo dos grandes movimientos históricos transformaron la estructura social y productiva del sur de Mozambique: por un lado el establecimiento del Estado de Gaza –basado en una sociedad ganadera que saqueaba a las sociedades que no se le sometían (cf. Harries, 1981b; Liesegang, 1970, 1975); por otro lado el surgimiento del sector minero, hacia la década de 1860, que convirtió la región del África austral en un centro de capitalismo industrial inserto en un contexto colonial. La gran demanda de mano de obra por parte del sector minero, unido a un contexto colonial, produjo una transición del trabajo esclavo al trabajo por contrato especialmente peculiar. Entre las peculiaridades del sur de Mozambique se encuentra el hecho que las mujeres, principales responsables de las tareas agrícolas, quedaron en una especie de limbo que no era ni trabajo esclavo ni trabajo por cuenta ajena, aunque reunía algunas características de ambas (cf. Alpers, 1984; Harries 1981b, 1982).

Una vez el imperio portugués derrota al estado de Gaza, en 1895, y empieza la ocupación efectiva del territorio, esta indefinición se interpretó con una imagen estereotipada de la sociedad rural africana: por simplificación de una realidad compleja de la que se ignoraba casi todo –como era común en los informes coloniales– fue tomando forma el mito de la existencia de una agricultura doméstica de subsistencia (Negrão, 1998). Este mito fue asentándose en parte por ignorancia, y en parte porque reproducía elementos del modelo social cristiano-europeo que asociaba las mujeres a la domesticidad. Lo cierto es que el éxito de este mito fue tal que todavía hoy, a pesar de que cada vez hay más material académico que demuestra su falsedad (cf. Cramer et al., 2008; Negrão, 2008; O’Laughlin, 1996; Sender et al., 2006; Waterhouse & Vijfhuizen, 2001) continúa vigente.

Para entender la situación actual en el sur de Mozambique, caracterizada por una creciente dependencia alimentaria, necesitamos fijarnos la evolución de la situación social de la mujer en el medio rural del sur de Mozambique a lo largo del siglo XX. Nuestro argumento es que la pervivencia del mito de la agricultura doméstica de subsistencia hasta la actualidad, superando diferentes fases políticas tanto del estado colonial como del estado independiente, ha afectado la forma como ha sido entendido el papel productivo de la mujer.

En primer lugar expondremos la secuencia de las diferentes fases históricas por las que ha transitado el mito de una agricultura doméstica de subsistencia, y los efectos perniciosos que ha tenido para la autonomía económica de las mujeres. Cada fase añadía algo a la degradación progresiva de la posición social de las mujeres. Actualmente las mujeres que viven en medio rural se cuentan entre la población más pobre de Mozambique (Farré, 2013).

La secuencia histórica nos ayuda a entender la realidad presente, y en particular porqué hoy las mujeres prefieren dedicarse al comercio de alimentos, trayéndolos de los países vecinos, antes que producirlos en las zonas rurales de Mozambique. Como veremos, esta opción está vinculada a varios factores (desde la relación ecología/demografía, a la evolución geopolítica de la región austral), pero uno de los más importantes se refiere al rendimiento en dinero conseguido, en relación al número de horas empleadas trabajando (cf. Cramer et al., 2008; Sender et al., 2006).

Una producción diversificada basada en la movilidad y los mercados

Tal como han explicado Edward Alpers (1984), Patrick Harries (1994) y Benigna Zimba (2003) en el sur de Mozambique existía, por un lado, una producción muy diversificada (caza, recolección, agricultura, pesca, artesanía), con actividades que siempre implicaban un régimen de movilidad importante, así como una conexión entre los puertos y el interior del continente. La movilidad era a la vez una forma eficaz de explotar la diversidad de recursos existentes, una forma de superar los efectos de las sequías recurrentes (cf. Manghezi, 1983; Newitt, 1988) y, por último, una estrategia para abastecer los puertos con las mercancías que los barcos europeos y asiáticos, siguiendo el ritmo de los monzones, demandaban (ya fuera para comerciar: esclavos, marfil, pieles, oleaginosas; o simplemente porque la necesitaban, como era el caso de la comida).

Por otro lado, el siglo XIX fue testigo del largo y penoso tránsito de un modelo de trabajo esclavo, a un modelo en donde el propio interesado intentaba vender su fuerza de trabajo allí donde más le pagasen (cf. Boeyens, 1994; Capela & Medeiros, 1987; Ferguson, 2013; Murray, 1995). Harries (1994) se ha referido a los largos trayectos a pie que muchos hombres del sur de Mozambique emprendían para llegar a las plantaciones de Natal, o a las minas de Kimberley. Muchos de estos hombres habían formado parte de las numerosas partidas de caza, y del ingente número de transportadores que necesitaban. En este contexto, los nuevos reinos que aparecieron en el siglo XIX –como el de Gaza, o el reino Zulu–, ejercieron un papel significativo en el control del tránsito de mercancías y personas hacia los puertos. El inicio de la migración masiva a las minas, ya en la segunda mitad del siglo XIX, se produce en este contexto más amplio.

Para entender por qué cada vez más hombres del sur de Mozambique optaban por emplearse en las minas no basta con mencionar la descubierta de diamantes y oro en Kimberley (1860s) y Gauteng (1870s) respectivamente. Hay que entender también las dinámicas políticas en curso por aquel entonces en todo el África austral, y como afectaron al sur de Mozambique (cf. Henshaw, 1998; Liesegang, 1975).

Es verdad que la obra de Henri Junod (1962) nos ofrece muchos detalles de este inmenso proceso de cambio. A pesar del valor etnográfico indudable de sus escritos, su perspectiva romántica de un pasado estable e idílico que se desmorona debido al contacto con el mundo moderno y civilizado no ha contribuido precisamente a una mejor comprensión de la historia regional del África austral (Harries, 1981a).

A medida que el marfil se iba agotando por la extinción de los elefantes, y que el transporte y comercio de esclavos se iba lentamente extinguiendo, los puertos de Inhambane y Lourenço Marques sufrieron una suerte diversa. Mientras Inhambane iba perdiendo su antiguo dinamismo comercial, y se sumergía en la decadencia, el comercio de Lourenço Marques fue suplantado por un dinamismo mayor. Sobre todo a partir del ferrocarril que lo conectaba con Johannesburgo, la antigua elite comercial de Lourenço Marques se vio desplazada por la vorágine creciente de ser el puerto principal de una zona de producción aurífera de las más importantes del mundo (Henshaw, 1998; Lemos, 1995).

Por otro lado, la producción de alimentos iba unida a un papel simbólico que unía la fertilidad de la mujer con la fertilidad de la tierra (cf. Feliciano, 1998; Mariano & Paulo, 2009; Young, 1977) y a ambos con ciertos cultos religiosos. Décadas antes de que se descubrieran las primeras minas, ya tenemos noticia de una serie de procesos que empezaron a afectar a la posición social de la mujer. Por un lado la sustitución de los cereales tradicionales (mapira y mexoeira) por el maíz hicieron los tiempos de hambruna más frecuentes, pues si bien el maíz requería mucho menos trabajo que los primeros, también era mucho menos resistente que ellos ante la falta de lluvia. Por otro lado, la práctica de saqueo y la captura de mujeres por parte de los guerreros del reino de Gaza aumentaron la inseguridad y la malnutrición en la mayor parte del sur de Mozambique (cf. Alpers, 1984; Liesegang, 1970, 1975). Este clima de inseguridad contribuyó a que muchos hombres se prestaran a firmar contratos como “libres asociados” (libres engagés en las islas Reunión y Comores o indentured labour en la colonia británica de Natal). Desde Inhambane empezó un transporte regular a Durban de trabajadores contratados en 1875 (Capela & Medeiros, 1987).

Sin embargo, también existía la posibilidad de ir por propio pie a las minas sudafricanas para vender la propia fuerza de trabajo. A pesar de los peligros que existían en ese largo viaje (cf. Boeyens, 1994; Harries, 1994; Murray, 1995), fue una opción preferible para cada vez más hombres.

El progresivo aumento de población masculina empleada en las minas generalizó la libra esterlina (pound sterling) como moneda circulante en toda la región, contribuyendo así a monetarizar aspectos de la vida social que hasta el momento estaban fuera de la lógica del mercado (cf. Alpers, 1984; Harries, 1994; Covane, 2001). El lobolo –o matrimonio tradicional– se vio especialmente afectado por la monetarización. El lobolo es una institución fundamental para establecer derechos y deberes de los que contraen matrimonio y sus familias. Entre otras cosas, consistía en un pago que se realizaba en un tipo de dinero específico (vacas, azadas) que circulaba según un circuito propio, ajeno a la lógica de mercado. Este pago se insiere en un proceso ceremonial más largo (Peters, 1983). Sin embargo, como he explicado en otro lugar (Farré, en prensa), cuando la libra pasó a ser usada también para los pagos matrimoniales el sentido del lobolo cambió profundamente: pasó de ser un acto social total (Mauss, 1991) donde las mujeres tenían una importante función mediadora, a convertirse en un simple regateo en que los hombres de ambas familias acordaban un precio. Esta nueva forma simplificada de matrimonio conllevó una mengua progresiva tanto de la autonomía económica como de los derechos de las mujeres.

Por otro lado, la llegada en masa de cada vez más población portuguesa al puerto de Lourenço Marques, unido al establecimiento de una administración colonial con voluntad de extenderse sobre el territorio, dificultaron cada vez más el acceso de la población local a la tierra y a los mercados. Así, mientras cada vez más hombres encontraban una salida en la migración laboral, las mujeres se vieron progresivamente marginadas de tierras y mercados que hasta la fecha habían estado a su alcance, y que el nuevo estado que se establecía en Lourenço Marques les negaba (cf. Van den Berg, 1987; Young, 1977).

Colonialismo y establecimiento de una esfera doméstica de producción

A medida que la segunda mitad del siglo XIX avanzaba, los grandes depósitos de oro de la región acabaron convirtiéndose en el eje central de la economía del África austral. La obtención de trabajo suficiente y barato se convirtió en el factor clave de la economía de la región.

La creación por parte sudafricana, y aceptación por parte portuguesa, de la Witswatersrand Native Labour Association (WNLA) (cf. CEA, 1998; Harries, 1994), unida a los diferentes convenios comerciales entre Mozambique y la Unión Sudafricana (Covane, 1989) fueron parte la estrategia común para crear un monopsonio de mano de obra. En un mercado de trabajo donde había menos oferta que demanda, el objetivo era intentar reducir al máximo la capacidad de escoger donde trabajar que tenían los emigrantes, y crear las condiciones para obligar a cada vez más gente a trabajar por salarios más bajos (Harries, 1994).

Destruir la base productiva del campesino africano formaba parte del guión (Webster, 1986). Cada vez más tierras, pastos y zonas de caza fueron restringidos a los colonos europeos. El acceso a la diversidad de recursos existentes, que había sido la base del sistema productivo del sur de Mozambique, fue reduciéndose (cf. Van den Berg, 1987; Young, 1977).

Las apuestas estatales por proletarizar a los hombres tuvieron implicaciones importantes en la agricultura de toda la región (cf. Peters, 1983; Webster, 1986). En el sur de Mozambique, los colonos portugueses se lamentaban de que el estado colonial favoreciera a la industria minera extranjera en vez de apoyar la producción propia. Incluso tras la creación de la WNLA, los salarios ofrecidos en la minas eran todavía mayores que los que ellos podían pagar. En Mozambique el debate sobre cómo usar la mano de obra indígena fue intenso durante las tres primeras décadas del siglo XX (Smith, 1991). Después, la crisis mundial de 1927 y el advenimiento del Estado Novo en Portugal zanjó el debate, y se apostó sin matices por un modelo de exportación masiva de mano de obra. El establecimiento de un sistema de pago diferido de una parte de los salarios de los mineros, que recibirían cuando hubieran regresado a Mozambique, garantizaba al estado colonial importantes ingresos en libras-oro (cf. CEA, 1998; Covane, 2001). El hecho que el estado colonial se guardara las libras-oro para enviarlas a Lisboa y pagara a los mineros en escudos convertía a los mineros mozambiqueños en uno de los principales proveedores de moneda fuerte de Portugal.

Sin embargo, el Estado Novo también quería que las colonias estuvieran al servicio de los intereses de la industria metropolitana. Por ejemplo, generalizando la compra de vino portugués allí donde corría el dinero de las remesas de los mineros. Por ejemplo, produciendo algodón para la industria metropolitana a precios inferiores que los del mercado internacional.

Debido al impacto de la migración a las minas en las zonas rurales, desde el día después de la conquista se fue elaborando una legislación laboral acorde con las necesidades de obtener trabajo sin tenerlo que pagar. Por una parte la legislación laboral permitía y estimulaba el reclutamiento de trabajo forzado. Lógicamente, el riesgo de ser reclutado para trabajo forzado (chibalo) fue un incentivo más a la emigración masculina (Harris, 1959). Por otro lado, la necesidad de producir algodón para la industria metropolitana dio concreción y utilidad práctica a un mito que hasta el momento había estado flotando en los informes coloniales: la existencia generalizada de una producción doméstica de subsistencia llevada a cabo por las mujeres (Negrão, 1998).

Se concluyó que, si las mujeres producían comida en casa para alimentar a la familia, no había de costar mucho que produjesen “también” un mínimo de algodón por unidad doméstica. Así se acabó forjando la gran paradoja de la agricultura del sur de Mozambique. Mientras el sector minero empleaba a cada vez más hombres y contribuía a que cada vez más esferas de la vida se monetarizasen y se integrasen en el mercado, la entronización de una supuesta esfera doméstica de producción agrícola fue la coartada perfecta para poner a las mujeres a trabajar gratis para la industria portuguesa.

Desde mediados de la década de 1930 se asignó un mínimo de producción de algodón –o de arroz, allí donde su cultivo era posible– por unidad doméstica. Esta producción estaba doblemente fuera del mercado. Por un lado, estaba fuera del mercado porque la cosecha había que venderla obligatoriamente a una única compañía concesionaria que, en todo el sur de Mozambique, actuaba en régimen de monopolio. Esta compañía compraba a precios inferiores a los del mercado internacional del algodón (Isaacman, 1992), y pagaba un precio menor a los africanos que a los colonos portugueses. De esta forma el trabajo “doméstico” africano subvencionaba la industria metropolitana portuguesa. Por otro lado, estaba fuera del mercado porque el trabajo productivo, al ser considerado propio de la esfera doméstica, estaba, por definición, fuera del mercado de trabajo. Ni se pagaba mucho ni poco, simplemente no se pagaba.

Sin lugar a dudas, la producción forzada de algodón afectó a la producción de alimentos, y supuso un nuevo paso atrás en la condición social de la mujer, así como en la diversidad y la calidad nutritiva de la dieta de las familias rurales (cf. Van den Berg, 1987; Webster, 1986; Young, 1977). Las condiciones de vida de las mujeres pasaron a ser peor que las de los hombres, entre otras cosas porque cada vez dependían más de los hombres para reproducir la vida doméstica. El hombre explotado en la mina, compensaba su situación ejerciendo una autoridad cada vez mayor en casa (Waterhouse & Vijfhuizen, 2001).

Para las mujeres se había producido un nuevo paso atrás. Algunas décadas atrás, hombres y mujeres tenían un ámbito productivo propio (caza y ganado los hombres; alimentos y recolección las mujeres), y ambos estaban ligados al mercado, lo que permitía un cierto equilibrio entre las aportaciones de ambos géneros a la economía doméstica. Habituadas a desplazarse para vender el fruto de su trabajo al mejor precio posible, ahora se encontraban enclaustradas en la esfera doméstica, y obligadas a vender a precios muy bajos a la única empresa que compraba. Que algunas decenas de monjas portuguesas se esforzaran en enseñarles a coser y a planchar no les compensaba el sacrificio. Ser una buena ama de casa era un muy mal negocio.

La realidad es que, en el sur de Mozambique, las mujeres nunca habían estado reducidas a la esfera doméstica como pretendía el discurso colonial. Tanto las que estaban en mejor posición, que aprovechaban el trabajo de otras mujeres, como las que estaban en peor posición, que trabajaban en campos de terceros, todas estaban acostumbradas tanto a que un cierto volumen de la producción fuese destinado al mercado, como a trabajar fuera del ámbito estrictamente doméstico (cf. Manceaux, 1976; Negrão, 2008; Waterhouse & Vijfhuizen, 2001). Es cierto que no había un mercado de trabajo definido en términos claramente capitalistas, y que el trabajo se prestaba y se retribuía mediante sistemas de autoayuda que reproducían las desigualdades sociales existentes (O’Laughlin, 1996). Sin embargo, ninguna de ellas estaba reducida a un espacio doméstico autosuficiente.

A medida que el estado colonial se iba afianzando, la mayoría de las mujeres que habitaban en el campo se iban hundiendo en unas condiciones de vida cada vez peores. Cada vez habían de trabajar más por menos, cada vez eran más dependientes de los salarios que los emigrantes traían de las minas y, en paralelo al peso creciente del salario masculino en la reproducción social de la familia rural, cada vez se erosionaban más los derechos que el matrimonio (lobolo) confería a la mujer (Farré, en prensa).

Kathleen Sheldon (2003) ha mostrado cómo durante todo el colonialismo se fue produciendo una emigración de mujeres que abandonaban las malas condiciones de vida del campo para irse a las principales ciudades: Lourenço Marques y Beira. En los suburbios de estas ciudades había posibilidades de practicar el comercio, o de trabajar en el servicio doméstico o, más adelante, en las fábricas de anacardo (cayú). A pesar de las dificultades de vivir en la ciudad, la vida en los suburbios indígenas permitía escabullirse de la gran presión que existía en la esfera doméstica rural. Además, las ciudades en continuo crecimiento ofrecían la posibilidad de acceder al mercado, aunque fuera informalmente. La ciudad no ofrecía una vida fácil, pero era una forma de escapar al trabajo de producir algodón o arroz.

A lo largo de la década de 1950s, y hasta el fin del periodo colonial se produjeron una serie de cambios importantes en las zonas rurales. Estos cambios fueron, en parte, producto de una serie de iniciativas del estado colonial y, en parte, producto de las contradicciones que estas políticas ponían en evidencia.

Por un lado, hubo una política de atraer más colonos portugueses para asentarse en Mozambique. Para favorecer esta transferencia de familias completas desde Portugal a Mozambique, el estado portugués invirtió en la creación de sistemas de regadío, así como en la construcción de colonatos donde se instalarían las familias que iban a trabajar esas tierras irrigadas. El caso de Chokwe, en el valle del Limpopo, es el ejemplo paradigmático (cf. Bowen, 1989; Roesch, 1991; Valá, 2003). Por otro lado, hubo también la iniciativa de promocionar la creación de cooperativas agrícolas indígenas. El caso de Zavala, también en el sur de Mozambique, fue el ejemplo pionero (Adam, 2006).

Aparentemente las dos iniciativas tenían el objetivo de aumentar la producción y la productividad agrícola. En el fondo la dimensión económica de las iniciativas era secundaria (cf. Adam, 2006; Bowen, 1989; Roesch, 1991; Valá, 2003). Las razones principales de ambas iniciativas derivaban de la política internacional, más concretamente de la generalización de los vientos de independencia en el continente africano, y de las presiones crecientes que Portugal recibía para descolonizar.

En lo que respecta a los colonatos, el estado portugués pensaba poder justificar mejor su soberanía sobre las “provincias ultramarinas” si aumentaba el contingente de población europea en los territorios africanos. En el caso de las cooperativas, se creía que ayudando a consolidar una clase de africanos con perspectivas de progresión económica y social, se obtendría un perfecto aliado local que se mantendría leal al statu quo colonial, además de servir como ejemplo de progreso al resto de la población. En ambas iniciativas el estado colonial invirtió sumas importantes de dinero público que nunca llegó a recuperar. Ambas iniciativas fracasaron por diversas razones, entre ellas que se perseguían objetivos contradictorios.

Si se quería promover el establecimiento de más colonos procedentes de la metrópoli había que asignarles una serie de privilegios en ámbitos tan sensibles como acceso a tierras fértiles e irrigadas, acceso a crédito, acceso a mercados, etcétera. Estos privilegios para los recién llegados no eran compatibles con la consolidación de una clase media rural africana. Además, estos privilegios asignados a los nuevos colonos también entraban en conflicto con los privilegios del sector industrial-financiero metropolitano, que siempre fueron los grandes beneficiarios de la economía colonial (Adam, 2006).

A estas iniciativas se unieron, en los años 1960 y 1961, la aprobación de un paquete de leyes liberalizadoras que, entre otras cosas, abolieron el trabajo forzado y el cultivo obligatorio de algodón. La aprobación de una nueva ley en Lisboa no cambiaba las inercias existentes en la administración colonial, y el trabajo forzado siguió practicándose. En cambio el fin del cultivo forzado del algodón sí que se materializó: desde entonces pasó a producirse en régimen voluntario (cf. Adam, 2006; Bowen, 1989; Roesch, 1991; Valá, 2003).

Todas estas iniciativas no tuvieron el efecto deseado por parte del estado colonial, que acabó teniendo que enfrentarse a movimientos armados y, finalmente, descolonizando. Pero sí que produjeron cambios importantes en las zonas rurales. Cambios cuya comprensión es fundamental para entender los acontecimientos después de la independencia (cf. Dinerman, 1999, 2001; Harrison, 1998; Pitcher, 1998).

Por un lado el aumento significativo de la población europea hizo aumentar la demanda de alimentos, y creó nuevos incentivos para la producción de excedentes. Por otro lado, algunas familias africanas, a pesar de que continuaban claramente marginadas de los negocios, encontraron algunas brechas por las que obtener pequeñas parcelas de tierras irrigadas, e introducirse en el mercado. Estas familias africanas fueron una minoría, generalmente vinculadas a la administración colonial –como los régulos y su entorno–, o con buenas relaciones con algún miembro de la administración colonial. Estas familias, de las que las mujeres mencionadas por Luís António Covane en la tercera cita inicial son un ejemplo, mostraban la ansiedad de las familias rurales africanas para acceder a los mercados como siempre habían hecho, pues la agricultura y la estructura social del sur de Mozambique siempre había dependido, de una u otra forma, del acceso a los mercados (cf. Alpers, 1984; Covane, 2001; Harrison, 1998; Negrão, 2008).

Por consiguiente, Mozambique llegó a la independencia, en 1975, con una sociedad rural africana que, sobre todo en zonas como Chokwe (cf. Bowen, 1989; Roesch, 1991; Valá, 2003), o en Nampula (cf. Dinerman, 1999; Pitcher, 1998; Harrison, 1998) presentaban mercados dinámicos, así como desigualdades socio-económicas importantes. Una vez acabado el régimen de cultivo forzado, la producción de algodón podía, eventualmente, generar rendimientos superiores a los de los mineros. Lo mismo sucedía con la producción de alimentos, destinados al creciente mercado interno (sobre todo en el sur y en Beira, donde se concentraba el grueso de la población portuguesa) o a la exportación (sobre todo en el norte). Así, la expansión económica de los años sesenta acompañó estos procesos rurales y, efectivamente, algunas familias mozambiqueñas empezaron a notar ciertas mejoras (Harrison, 1998). Sin embargo, a pesar de haberse beneficiado tangencialmente de ciertas políticas coloniales, muchas de estas familias se sentían sobre todo marginadas por ese mismo estado colonial que imponía límites a su progresión (Covane, 2001).

Efectivamente, a pesar de la controlada abertura liberal de los años sesenta, el régimen de tipo corporativista continuaba controlando el mercado, y toda posibilidad real de negocio continuaba estando restringida a los que conseguían el favor del estado: por arriba, las compañías concesionarias y las industrias metropolitanas, y por abajo los cantineros, los propietarios de plantaciones y los régulos principalmente. Más allá de estos grupos se fue formando, en ciertas zonas con más claridad que en otras, una incipiente clase que deseaba poder producir y comerciar con más libertad. Esta clase, donde las mujeres estaban bien representadas, tenía la expectativa de que un estado independiente, finalmente, les apoyaría.

Independencia y periodo socialista

El Frente de Libertação de Moçambique (Frelimo) llegó al poder de forma un tanto imprevista en 1974, cuando, tras los acuerdos de Lusaka, entró en el gobierno de transición. Desde el inicio de la guerra de liberación, en 1964, el Frelimo desarrolló un buen sistema de propaganda internacional, donde explicaba a la opinión pública internacional los logros conseguidos en las zonas liberadas. Así, el Frelimo se ganó la simpatía de un sector importante de la opinión pública internacional. Sin embargo, la comunicación con sectores influyentes en las zonas rurales del propio Mozambique no fue tan fluida (Casal, 1991). Las tensiones en el seno del Frelimo fueron intensas por disparidad de criterios en cómo relacionarse con el interior de Mozambique.

Las opciones estratégicas tomadas por el Frelimo tras la independencia, en 1975, son resultado, en parte, de la necesidad de salvar la distancia entre su proyecto político y el país real heredado del colonialismo. Más allá de la euforia generalizada por la independencia, el Frelimo intuía que sus fuerzas eran limitadas y que, una vez ganada la independencia, no todo el mundo se decantaría por un proyecto revolucionario. En este contexto, suprimir los peligros que, desde su perspectiva revolucionaria, emanaban de la sociedad rural se convirtió en una prioridad. La sociedad rural pasó a ser sospechosa de desafección y, más allá de las proclamas sobre la emancipación de la mujer, las prioridades de gobierno que se marcó el Frelimo acabaron perjudicando la producción de alimentos y, por consiguiente, a la mayoría de las mujeres (cf. Bowen, 1989; Kruks & Wisner, 1984; Wardman, 1985).

La parte propositiva de la llamada “socialización del campo” del Frelimo se fundamentaba en las aldeas comunales y el sistema de producción colectiva mediante cooperativas. Las aldeas comunales tenían dos vertientes: una como unidades de producción colectiva, y otra como unidades de socialización política. Esta segunda vertiente era la que iba a permitir participar, desde la base, en las estructuras del partido-estado. También en las aldeas comunales había de ser posible recibir unos servicios de salud y educación a los que todo ciudadano tenía derecho. Era donde la población podría sentirse unida, abandonando la dispersión rural, para construir una sociedad nueva, constituida por un “hombre nuevo”.

La teorización de las aldeas comunales despertó mucho interés entre los analistas y simpatizantes de la revolución mozambiqueña, pero las cifras muestran que su concreción y su incidencia fue, tanto en la vertiente económica como en la política, menor de lo que el discurso oficial daba a entender (cf. Kruks & Wisner, 1984; Marleyn, Wield & Williams, 1982). Además, incluso allí donde el Frelimo tenía más base social, en Cabo Delgado y en el sur de Mozambique, los resultados fueron bastante descorazonadores (cf. Casal, 1988; West, 1998).

Las razones del escaso impacto de las aldeas comunales son diversas, pero una de las más importantes procede del propio Frelimo. Una vez proclamada la independencia, el 25 de Junio de 1975, la dirección del Frelimo –apoyándose posiblemente en su experiencia de casi 10 años de lucha armada, y casi un año de gobierno de transición–, fue madurando la idea de que antes de empezar a construir la nueva sociedad era necesario destruir los restos del imperialismo que aún estaban en pie, y que amenazaban con apropiarse del nuevo estado para su beneficio: la burguesía interna, también referida como “los reaccionarios”, fue el nuevo enemigo a desactivar (Dinerman, 2001)[1].

En este contexto de combate al enemigo interno hay que entender una serie de decisiones importantes, que tienen que ver con la desconfianza creciente hacia la sociedad rural heredada del colonialismo (Casal, 1991). En el III Congreso del Frelimo, celebrado en 1977, se abandonó la concepción de Frente –en el sentido de convergencia de varios elementos con un objetivo común– para adoptar un modelo leninista de partido de vanguardia. Con este cambio la dirección del partido se asumió como una elite ilustrada que muestra el camino a las masas, a la vez que controla cualquier posible desvío que ponga en peligro los objetivos revolucionarios.

Por un lado, implicó un cambio de alianza de clase. Si la lucha armada había exigido que la clase campesina fuera la principal aliada de los guerrilleros que luchaban por la independencia, en adelante, diversas experiencias aconsejaban que la clase trabajadora fuera la clase que debía liderar la alianza “operario-campesina”. Se argüía que la clase trabajadora tenía un nivel de clarividencia política muy superior a la clase campesina, que contenía sectores con “falsa conciencia” de clase, es decir, sectores en posición de convertirse en burguesía rural. Esta última, se aseguraba, a menudo se veía lastrada por la influencia de los régulos, y por la ignorancia que afectaba a gran parte de la población analfabeta, sobre todo a las mujeres.

Finalmente, para confirmar la estrategia “contra el campo” del III Congreso, se tomó la decisión de dar prioridad a las machambas estatales: grandes extensiones de cultivos que, en muchos casos, aglutinaban antiguas plantaciones abandonadas por colonos que decidieron huir. El estado asumió la gestión de estas grandes extensiones de cultivo. Además, en sintonía con la voluntad de consolidar el liderazgo de la clase trabajadora, les otorgó el papel principal en la política agrícola.

En comparación con las aldeas comunales, que implicaba un proceso lento de concientización y reeducación de la sociedad rural, se consideró que las “machambas estatales” permitían abordar algunos problemas que se consideraban urgentes. En primer lugar se aumentaría el número de trabajadores asalariados (operarios) existentes, pues si ellos habían de ser la clase líder de la revolución, habían de tener un volumen acorde con esa posición. En segundo lugar, recuperar gran parte de la mano de obra que estaba siendo explotada en las minas sudafricanas, y que ahora podrían pasar a producir en su propio país y para su propio bienestar. Además, la retirada de los mineros estaba en consonancia con la estrategia de los Estados de la Línea de Frente (ELF), entre los que el Mozambique independiente era socio fundador. El objetivo de los ELF era doble: reducir su dependencia económica con Sudáfrica y luchar contra el régimen del apartheid (O’Meara, 1991).

Por último se pensaba que las machambas estatales podrían conseguir, en breve plazo, una producción a gran escala que garantizara el autoabastecimiento –y hasta la exportación– de alimentos. En este sentido, las machambas estatales dieron rienda suelta a un cierto tipo de megalomanía productivista característica del primer nacionalismo mozambiqueño. Se partía de la idea que el déficit de tecnología existente en el sector productivo era debido a la pobreza de recursos financieros del colonialismo portugués, pero que si se invertía en tecnología a gran escala la abundancia no tardaría en llegar. Esta idea ha resurgido recientemente con el apelo del actual presidente mozambiqueño a la Revolución Verde (Castel-Branco, 2008a).

Diversos autores, como Alice Dinerman (2001) o Sonia Kruks y Ben Wisner (1984) han señalado que, según datos del propio Comité Central del Frelimo, entre 1977 y 1982 sólo el 2% de las inversiones en agricultura fue a las cooperativas/aldeas comunales, mientras el 98% restante se destinó a las machambas estatales. El sector familiar, otra de las categorías definidas por el propio Frelimo, no recibió ningún tipo de ayuda. Una descompensación tan grande entre los diferentes sectores de la agricultura (estatal, cooperativo y familiar) tuvo consecuencias nefastas para la producción agrícola en general, y de alimentos en particular (cf. Casal, 1988; Raikes, 1985). Los trabajadores contratados en las machambas estatales fueron mayoritariamente hombres, mientras las mujeres se vieron relegadas a trabajar en el sector cooperativo, muy embrionario, y el sector familiar, es decir, en casa. De nuevo, las mujeres se vieron trabajando tanto o más que los hombres pero no tenían salario. Se esperaba de ellas un gran esfuerzo para construir una sociedad mejor, pero un esfuerzo no remunerado.

La apuesta a ultranza por las machambas estatales acabó demostrándose fallida, fruto de un análisis excesivamente simplista de las capacidades productivas, y perjudicado por una valoración del coste/beneficio de la tecnología importada excesivamente optimista. Por otro lado, Marc Wuyts (1981) ha explicado cómo parte del fracaso se debió a una contradicción de fondo: se quiso apostar al mismo tiempo por una estrategia de trabajo intensivo (atraer emigrantes mozambiqueños para trabajar en su país) y una de capital intensivo (comprar tecnología sofisticada, sin tener las condiciones mínimas adecuadas para garantizar su eficiencia).

Si bien la apuesta por las machambas estatales se alimentó del sueño productivista –la inversión en tecnología a cualquier precio–, su origen está en la voluntad de no dar ningún tipo de alas al campesino medio rural, del que se sospechaba que quería ocupar el vacío dejado por el cantinero y el colono.

En las políticas de comercialización rural del Frelimo también pesó más la voluntad de “destruir lo viejo” que la preocupación por “construir lo nuevo”. Para evitar cualquier posibilidad de un mercado rural que alimentase a una burguesía local se puso en marcha una empresa estatal de comercialización agrícola: Agricom (Cravinho, 1998). Con la creación de Agricom, acompañada por las Lojas do Povo, se pretendía garantizar precios bajos, y sustituir de raíz el dinamismo creciente que, desde inicios de los años sesenta, caracterizaba a los mercados rurales.

De nuevo, el experimento resultó ineficaz, e incluso acabó teniendo resultados contrarios a los que pretendía asegurar: generó escasez de productos en las zonas rurales, desincentivó la producción de alimentos entre aquellas familias que estaban en condiciones de producir excedentes (Casal, 1988), y alimentó un mercado paralelo (candonga) donde los precios de productos básicos resultaron ser mucho más abusivos que el de los antiguos cantineros (cf. Cravinho, 1998; Raikes, 1985). La escasez y la corrupción asociada generaron gran frustración en amplios sectores de la población, pues con el pasar de los años se hacía cada vez más evidente que las condiciones de vida estaban empeorando.

Las sequías e inundaciones fueron especialmente severas durante el final de los 1970s y el inicio de los 1980s, agravando aún más los efectos de las políticas erradas. Finalmente la guerra civil acabó de constituir un escenario de tormenta perfecta. Si bien la guerra fue alimentada desde el exterior con todo tipo de apoyo[2], también es cierto que las acciones violentas de la Resistencia Nacional de Mozambique (Renamo) contaron con el combustible de la creciente frustración interior, que les proporcionó un apoyo social creciente.

Aquellos campesinos –entre ellos muchas mujeres, productoras de alimentos por excelencia– que, en los estertores del colonialismo, soñaban con un estado que les apoyara y no les pusiera obstáculos para comerciar, se vieron de nuevo confrontados con la hostilidad del estado. Además, junto con el conjunto de la población, se sintieron víctimas de un proceso de empobrecimiento a gran escala. Se trabajaba sólo para ser cada vez más pobres, y el miedo a las represalias por ser acusado de reaccionario iba en aumento.

La diversidad social y las herencias asumidas. El mito sigue vivo

La dirección del Frelimo fue consciente que heredar estructuras coloniales suponía el riesgo de caer atrapado en sus viejas inercias. Por eso, uno de sus principales objetivos fue eliminar el enemigo interior. Sin embargo, sorprende percatarse que en el ámbito de las ideas asumieron sin problemas muchos de los prejuicios coloniales. Entre ellos la visión de una sociedad rural uniforme que practica una economía de subsistencia, atrasada, y por ello incapaz de compartir plenamente un proyecto político moderno (O’Laughlin, 2002).

La constatación de las propias limitaciones y de la distancia cultural con las sociedades rurales mozambiqueñas hizo crecer la obsesión por desactivar al enemigo interno, al que se imaginaba dispuesto a aprovecharse de la ignorancia y el obscurantismo generalizados para conseguir sus fines. Esta dinámica de desconfianza y recelo con respecto a su propio pueblo no ayudó al Frelimo. En vez de generar empatía, contribuyó a que fuera perdiendo cada vez más base social. Su tendencia en confiar cada vez más en medidas represivas (Dinerman, 1999) acabó por hacer crecer al enemigo interno. Se podría decir que el propio Frelimo facilitó a sus enemigos el camino adecuado para atacarles.

Sin embargo, hubo algunas voces que defendieron una estrategia rural más abierta, basada en reconocer que la realidad rural era compleja y diversa: el campo albergaba mucho más que pequeño-burgueses e ignorantes. Y el gobierno podía y debía establecer complicidades con muchos de los actores rurales que estaban impacientes por tener finalmente un estado que los apoyara. El equipo de investigación liderado por Ruth First en el Centro de Estudos Africanos (CEA) de la Universidade Eduardo Mondlane (UEM) hay que entenderlo en este contexto.

Según el libro colectivo producido por el CEA, bajo la dirección de Ruth First, la sociedad rural merecía un análisis pormenorizado, sin simplismos ni condescendencias. Existía una gama de desigualdades amplia, que incluía muchos matices y, sobre todo, que tenía una conexión nada desdeñable con las ciudades y los países vecinos. Estas conexiones hacían imposible considerar a la población rural como aislada e ignorante. Gracias a los migrantes, en el campo se tenía una idea de lo que pasaba en la región y se actuaba en consecuencia. Más tarde, Ruth First (1983) acuñó el término de worker-peasant para describir el modelo social que los mineros reproducían en sus zonas de origen del sur de Mozambique.

First y su equipo realizaron su investigación poco después del III Congreso del Frelimo. La concepción de la investigación posiblemente estuvo muy marcada por las consecuencias de las decisiones tomadas en el III Congreso. Entre ellas el abandono de la clase campesina como aliado principal, y la confianza en que la clase trabajadora, empleada en las machambas estatales, iría a protagonizar un salto cualitativo en la producción agrícola.

En función de las entrevistas realizadas en algunos distritos de Inhambane, el equipo del CEA definió tres tipos de agregado familiar, según su condición socio-económica: primero había las familias que dependían del salario de las minas para obtener el alimento. Estos eran la mayoría de la población que vivía atrapada en la explotación sistemática. No había agricultura de subsistencia posible para ellos, pues todo su trabajo se iba en trabajar por cuenta ajena, ya fuera en las minas o en el campo.

Un segundo grupo reunía las condiciones para ser autosuficiente en cuanto a los alimentos: contaban con trabajo doméstico y tierra suficiente para cubrir sus necesidades. Este grupo podía permitirse usar el salario de las minas para invertir en medios de producción alternativos (bueyes, arados, molinos manuales, herramientas, máquinas de coser), o en medios de transporte (bicicletas, carros y mulas), o en aumentar la fuerza de trabajo casándose con otra mujer (lobolo/poliginia). Eventualmente este grupo podía crear excedentes. Finalmente había una minoría de familias ricas que podían contratar a trabajadores en los momentos de más demanda de trabajo, producían excedentes y, más importante, también podían comprar la cosecha a quien se viera empujado a venderla por la urgencia de obtener dinero. Este último grupo eran los representantes de la pequeña burguesía rural. First y su equipo se apresaron a decir que, en los distritos de la provincia de Inhambane[3] donde hicieron la investigación, sólo encontraron a dos familias de este grupo.

Por lo que respecta a los dos primeros grupos subrayaron que su condición era muy inestable, siendo relativamente frecuente que algunos del primer grupo pasasen al segundo –y viceversa–, dependiendo de las circunstancias del ciclo doméstico o de los golpes de fortuna. Existían, además, muy diversas formas de combinar la experiencia laboral de los mineros, con las dependencias personales que se reproducían en diferentes ámbitos de la vida cotidiana (parentesco, género, edad). Estas combinaciones, según y cómo, podían generar iniciativas para una estrategia de producción común que podía conducir a una mejora temporal de las condiciones de vida. Ahora bien, difícilmente se podía escapar de la dependencia del salario de las minas para sustentarse sólo con los ingresos propios (Farré, 2013). First los describió como workers-peasants para mostrar la interdependencia de ambos aspectos. Sin embargo, mientras su condición de workers era imprescindible, su condición de peasants era simplemente un complemento.

Así, las familias del segundo grupo, aunque poseyeran en propiedad algunos pequeños medios de producción, no podían ser consideradas miembros de la pequeña burguesía. Estaban más cerca del primer grupo que del tercero. El CEA, mediante su investigación, quería decirle al gobierno que no podía cometer el error de incluir al segundo grupo como parte del enemigo interno. Por el contrario, el gobierno debía saber aprovechar el potencial innovador de este tipo de familias rurales, pues su contribución era fundamental para cualquier proceso de socialización del campo.

Convenientemente apoyado por el favor del gobierno, este sector de población podía representar un gran revulsivo para aumentar la producción al tiempo que se generaban dinámicas sociales nuevas. Dinámicas que incluso podían ser compatibles con el proyecto colectivista que propugnaba el Frelimo, aunque para ello hubiese que admitir primero la diversidad existente, y después hacer un gran trabajo de análisis y planificación de las políticas más adecuadas. Ante todo había que desembarazarse del mito de la agricultura doméstica de subsistencia.

Cuando, en el transcurso del IV Congreso del Frelimo (1983), el gobierno permitió la iniciativa privada en el comercio, y apoyó la integración en el mercado del sector familiar, la situación estaba ya muy degradada. Mozambique se encontraba muy endeudado por la compra de tecnología (que no produjo la comida más barata sino más cara) y por la necesidad de importar cada vez más alimentos (Raikes, 1985). La Renamo se estaba extendiendo por todo el país, y el prestigio del gobierno ante su población estaba por los suelos. Fue difícil cambiar de rumbo. Esto sólo se consiguió con la firma de los Acuerdos de Paz en 1992.

Postguerra, agricultura e integración regional: Mujeres y mukhero

La década de 1980 marcó una ruptura profunda en la producción de alimentos en el sur de Mozambique. Los estragos de la guerra, aunque importantes, son tan sólo un elemento más de la explicación. Existen otros factores más estructurales que ayudan a explicar porqué más de veinte años después del fin de la guerra, la producción de alimentos continúa siendo incapaz de cubrir las necesidades básicas de la población (Castel-Branco, 2008a, 2008b).

Tras el fin de la guerra, el estado mozambiqueño levantó la presión sobre cómo y dónde las sociedades rurales debían vivir. La recuperación de la libre circulación permitió a muchas mujeres recuperar la movilidad para ir al encuentro de mercados. Las opciones de las mujeres mozambiqueñas en el nuevo contexto regional forjado en la década de los 1990s tienen mucho que ver con la evolución de la agricultura.

The informal market expanded to all corners of the country as well as linking up with neighbouring countries, marking the beginning of the institution of mukhero, a largely informal movement of people, mostly women, buying and transporting all types of goods, vegetables, fruits, clothes and small home appliances, between Mozambique and South Africa and Swaziland to buy products to sell on the informal market (Söderbaum & Taylor, 2003, p. 135).

A pesar de la pobreza de postguerra, esta recuperación de la movilidad, de poder abandonar la producción doméstica, se vivió como una liberación. Además del abandono por parte de muchas mujeres de un trabajo estéril en términos de acceso a dinero, la producción de alimentos quedó afectada por otros factores. A continuación mencionaremos cuatro de estos factores. Cada uno de ellos merece un análisis especializado, y aquí simplemente queremos enfatizar la interacción entre ellos. Cualquier programa de futuro sobre el abastecimiento de alimentos en el sur de Mozambique debe tener en cuenta la interacción de estos factores, profundamente imbricados en la historia de la región.

El primer factor se refiere a la relación ecología/demografía. En el último siglo la población de Mozambique está creciendo a un ritmo vertiginoso (Francisco, 2012), y esto supone una relación cada vez más tensa entre los recursos existentes y los necesarios. Además, hay que tener en cuenta el agotamiento de unos recursos limitados: deforestación, erosión de suelos, sobrexplotación de parcelas, urbanización de antiguas zonas de cultivo.

El segundo factor es la incapacidad manifiesta del estado para identificar primero, y resolver después, un problema crucial para la producción de alimentos: el problema del trabajo rural. Tanto el estado colonial como el estado socialista usaron y abusaron del “mito” de la agricultura doméstica de subsistencia para no pagar el trabajo de las mujeres en la producción de alimentos. Además de no retribuir el trabajo, ambos usaron diferentes métodos coercitivos para impedir pagar un precio de mercado por el fruto de ese trabajo. Actualmente el estado ya no impone por la fuerza cuotas de producción ni modelos sociales obligatorios, simplemente se limita a incentivar la inversión privada.

Sin embargo, la supuesta existencia de una agricultura doméstica de subsistencia sigue condicionando las políticas públicas. Varios autores han participado en el debate sobre la importancia de considerar la existencia –y las peculiaridades– de un mercado de trabajo rural para, a continuación, poder entender por qué las mujeres que pueden abandonan la producción doméstica de alimentos (cf. Ali, 2013; Castel-Branco, 2008a, 2008b; Cramer & Pontara, 1998; Cramer et al., 2008; Mosca, 2011; O’Laughlin, 2002; Pitcher, 1999; Sender et al., 2006; Tschirley & Benfica, 2001; Waterhouse & Vijfhuizen, 2001). Abordar la diversidad de las sociedades rurales y su integración en el mercado es fundamental para pensar políticas que consigan incentivar la producción agrícola.

El tercer factor se desprende en parte del segundo, aunque nos remite a un elemento más profundo. Si el segundo factor tiene que ver con la ineficacia en resolver un problema concreto, el tercero se refiere al desengaño de mucha población rural en relación con la función del estado en general. La experiencia de los gobiernos coloniales fue terrible, pero la experiencia posterior del gobierno socialista –inextricablemente unido a la guerra– fue especialmente traumática. Las graves fracturas en la relación entre el estado y la población no han parado de aumentar.

La destrucción y el empobrecimiento sufrido durante las primeras décadas de la independencia se debieron a muchos factores, algunos de ellos (desastres naturales; existencia del apartheid) no imputables a los errores del gobierno. A pesar de todo, grandes sectores de población rural se sintieron acosados y amenazados por el gobierno independiente, y esta experiencia destruyó muchas expectativas sobre la posibilidad de construir algo en común. Hoy ya no hay rastro del entusiasmo generalizado que despertó la independencia. Mucha gente se ha convencido de que el estado no les pertenece: independientemente de la forma y de la retórica que adopte el estado, este existe y existirá principalmente para beneficiar a los que gobiernan, a costa del resto de la población. El proceso de acumulación por parte de unas elites más preocupadas por atraer inversiones, que por redistribuir entre la población la riqueza generada mantiene la incomprensión y el recelo que siempre ha existido entre Frelimo y sociedades rurales.

El cuarto factor tiene que ver con la dimensión regional de los problemas que afectan a Mozambique. Por una parte, un modelo de economía regional basado en las minas ha dejado de existir. El complejo minero que necesitaba importar mano de obra, y que garantizaba que muchas familias tuvieran un salario, ha dado paso a una situación de desempleo generalizado, y de brotes de xenofobia recurrentes en Suráfrica. El trabajo existente ahora es mucho más precario y temporal que el que ofrecía las minas: trabajar en las granjas de Mpumalanga –la provincia más oriental de Suráfrica– en el periodo de pico de trabajo, trabajar en el sector servicios sudafricano, o dedicarse al comercio informal son las opciones de los migrantes actuales (Morice, 2009; Nhambi & Grest, 2009; Vidal, 2009).

Muchas familias rurales que antes dependían de las remesas de los mineros ahora son más pobres que durante la época colonial (Farré, 2013). Antes dependían del salario para acceder a los alimentos necesarios, ahora simplemente dependen de algún familiar que les envíe comida desde Maputo, donde la comida –importada– es más barata. También los niños son enviados del campo a la ciudad, pues allí hay más abundancia de comida y es más fácil mantenerlos.

El proceso de pacificación e integración regional que se vive desde la primera mitad de los 1990s ha facilitado los tránsitos transfronterizos, y ha generalizado la práctica del mukhero por parte de amplios sectores de la población, especialmente mujeres. Importar comida producida en Suráfrica y en Suazilandia es mucho más rentable que intentar producirla en casa. Lo curioso del caso es que muchos de los trabajadores trabajando en la agricultura de la región de Mpumalanga son mujeres mozambiqueñas (Morice, 2009).

Conclusión

El modelo económico colonial promovía la migración laboral del hombre mientras se restringía la movilidad de la mujer, alegando que su función era la agricultura doméstica de subsistencia. La explotación femenina, y el progresivo deterioro de su posición social fueron extremos. La independencia trajo vientos revolucionarios, pero la mujer rural no experimentó mejoras en su situación económica. Su función productiva en las cooperativas y en el sector familiar reprodujeron la falsa condición de domesticidad, y la mayoría de las mujeres rurales continuaron sin ser elevadas a la clase de los trabajadores con salario. El Frelimo, preocupado con destruir las semillas del mal que heredaban del pasado, no supo ver la diversidad existente en el campo, ni crear alianzas posibles en las zonas rurales. Cuando quisieron rectificar los errores cometidos, la guerra y los desastres naturales no les dieron opción de enmienda.

La fractura social producida durante los años ochenta, consecuencia de un cúmulo de causas muy diferentes, mermó la credibilidad y la confianza de la población en el gobierno, y en el sistema institucional en general. Actualmente las políticas del gobierno en materia de agricultura y desarrollo rural continúan siendo simplistas y poco adecuadas a la diversa realidad social existente (cf. Castel-Branco 2008a, 2008b; Ali, 2013). En consecuencia, el éxodo rural de la población joven continúa siendo tan importante como durante el pasado colonial, pero actualmente la posibilidad que los jóvenes tienen para acceder a un salario en las minas es mucho más reducida (Farré, 2013). Ante las incertezas del salario masculino, las mujeres han dejado de esperar en el campo un dinero que ya no llega, y han retomado su vieja dedicación al comercio de alimentos. La diferencia es que los alimentos que comercian ya no los producen ellas, como antaño, sino que van a comprarlo a los países vecinos (mukhero), donde hay producción disponible a precios accesibles. Esta dinámica, unida a las tendencias climáticas y demográficas en curso, supone que la dependencia alimentaria en el sur de Mozambique no pare de aumentar.

 

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Recebido a 3 de julho de 2014; Aceite a 17 de abril de 2015

 

Notas

[1]   Para sensibilizar a la población se popularizó en los medios de comunicación el personaje de Xiconhoca. También fueron difundidos lemas como “Sobre todo no te olvides que el negro también puede ser reaccionario” (Manceaux, 1976).

[2]   Para una visión general sobre el origen y expansión de la Renamo, ver Hall (1990) y Young (1990).

[3]   Posiblemente, escogieron realizar la investigación en la provincia de Inhambane para que sirviese como contrapunto del valle del Limpopo (Chokwe, Chibuto, Macia) o los alrededores de Maputo, donde este tipo era más abundante.

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