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Ex aequo

versão impressa ISSN 0874-5560

Ex aequo  n.22 Vila Franca de Xira  2010

 

Individualidad y crisis de la identidad femenina

 

Rosa Cobo

Universidad de A Coruña

 

Resumen

Este texto se estructura en tres partes: en primer lugar, se argumentará que todas las sociedades, las del Norte y las del Sur, las ricas y las pobres, comparten estructuras transculturales de dominio masculino. Estas estructuras «se sienten»: a pesar de que son difusas e invisibles y, por ello, difíciles de conceptualizar, podemos sentir su peso sobre nuestras vidas en forma de trabajo gratuito o de brecha laboral, por ejemplo. En la segunda parte, se reflexionará sobre las transformaciones sociales que el feminismo ha introducido en las sociedades patriarcales, debilitando así sus estructuras más opresivas y desigualitarias para las mujeres en algunas regiones del mundo. En la última, se analizarán brevemente algunos cambios legislativos y políticos que han tenido lugar en España en los últimos años con el objetivo de acelerar esas transformaciones a las que aspira el feminismo.

Palabras clave Feminismo, identidad femenina, cambio social, género y agenda política.

 

Resumo

Individualidade e crise da identidade feminina

O artigo estrutura-se em três partes. Na primeira argumenta-se que todas as sociedades – as do Norte e as do Sul, as ricas e as pobres – partilham estruturas transculturais de domínio masculino. Essas estruturas «sentem-se». Apesar de difusas e invisíveis e, por isso, difíceis de conceptualizar, podemos sentir o peso dessas estruturas nas nossas vidas sob a forma, por exemplo, de trabalho gratuito ou de desigualdade laboral. Na segunda parte reflecte-se sobre as transformações sociais que o feminismo introduziu nas sociedades patriarcais, enfraquecendo, assim, as suas estruturas mais opressivas e desigualitárias para as mulheres em algumas regiões do mundo. Na terceira parte procede-se, brevemente, à análise de algumas alterações legislativas e políticas que, nos últimos anos, ocorreram em Espanha com o objectivo de acelerar essas transformações a que aspira o feminismo.

Palavras-chave Feminismo, identidade feminina, mudança social, género e agenda política.

 

Abstract

Individuality and feminine identity crisis

The text is divided into three parts: first, we will argue that all societies, Northern and Southern, share cross-cultural structures of male dominance. These structures can be perceived: although they are diffuse and even invisible and therefore difficult to be conceptualized, we can suffer them in our own lives, as free labour or labour gap, for example. In the second part, we think over the social changes that feminism has made in patriarchal societies, by weakening their oppressing structures that affect women in every part of the world. Finally, some legislative and policy changes that have taken place in Spain in recent years in order to accelerate these transformations as an aim of feminism are briefly discussed.

Keywords Feminism, feminine identity, social change, gender and political agenda.

 

¿Una de las fuentes de la identidad de nuestra sociedad puede brotar de la estructura patriarcal de nuestra sociedad? ¿Sería posible reflexionar sobre la identidad de una sociedad sin tener en consideración los valores, las estratificaciones y las jerarquías sociales que manan de lo que Pierre Bourdieu (Bourdieu, 2000) ha denominado la dominación masculina? ¿De qué manera afecta el sistema de hegemonía masculino a la subjetividad individual? ¿El patriarcado aporta un elemento sustancial de identidad a una comunidad? ¿Y de qué manera influye y ha influido este sistema de valores y de prácticas patriarcales en la sociedad en su totalidad?

Y en un sentido completamente opuesto, debemos reflexionar sobre si el feminismo, como respuesta política e intelectual a la desigualdad de género y, por ello mismo, al patriarcado, ha contribuido a la identidad de nuestras sociedades. Quizá sea más correcto preguntarnos si el feminismo ha introducido cambios significativos en nuestra sociedad. ¿Sería, por ejemplo, la sociedad española de hoy la misma que se comenzó a gestar en la transición de la dictadura a la democracia sin las luchas de las mujeres feministas? ¿Nuestra actual sociedad tendría leyes de divorcio, de aborto, legislación sobre el acoso sexual en el trabajo y políticas públicas sobre violencia de género o paridad, entre otras, sin las acciones políticas del feminismo español? ¿No será el movimiento feminista una de las fuentes de configuración de la actual sociedad española? Más aún: ¿no será uno de los elementos centrales de democratización de nuestras sociedades?

Este texto se estructura en tres partes: en primer lugar, se argumentará que todas las sociedades, las del Norte y las del Sur, comparten estructuras transculturales de dominio masculino. Estas estructuras «se sienten», pues a pesar de que son difusas e invisibles y, por ello, difíciles de conceptualizar, podemos sentir su peso sobre nuestras vidas en forma de trabajo gratuito o de brecha laboral, por ejemplo. No es una tarea fácil aislar e identificar analíticamente esas estructuras patriarcales, pero podemos investigar e identificar sus efectos sistémicos y las conexiones que vinculan esos efectos. En la segunda parte, se reflexionará sobre las transformaciones sociales que el feminismo ha introducido en las sociedades patriarcales, debilitando así sus estructuras más opresivas y desigualitarias para las mujeres en algunas regiones del mundo. En la última parte, se analizarán brevemente algunos cambios legislativos y políticos que han tenido lugar en España en los últimos años con el objetivo de acelerar esas transformaciones a las que aspira el feminismo. Y para terminar, no quisiera dejar de señalar esa especie de agenda invisible, cuyo carácter oculto no es una estrategia feminista sino una lógica patriarcal. Dicho de otra forma, tanto las conquistas feministas en la sociedad civil como en la política institucional son desvinculadas de su origen ideológico para ser convertidas en derechos sociales «naturales» o fruto de la evolución de los nuevos tiempos o una propuesta de la izquierda, pero, al final, siempre desaparece el sujeto político colectivo que las animó e impulsó.

La identidad asignada

La idea que desarrollaré en este apartado gira alrededor de la formación de un hecho social central en todas las sociedades: la definición social de qué es ser mujer y qué es ser varón. Por supuesto que esas definiciones sociales no son las mismas para los varones y para las mujeres de todas las épocas ni de todos los tipos de sociedad del mundo contemporáneo. Las normatividades masculina y femenina están sometidas a muchos factores vinculados al tipo de estructura social y de oportunidades de cada sociedad, a la religión dominante, a la estructura racial, a si cada sociedad ha resuelto sus problemas a través del consenso o del conflicto, a los niveles de desigualdad económica o a las prácticas culturales que articulan esa sociedad, entre otros muchos factores. Hay que señalar también que entre todos estos elementos no deben olvidarse aquellas regiones del mundo que han sido sometidas a procesos de colonización ni tampoco pueden obviarse las diferencias entre países ricos y aquellos otros que viven con niveles altos de pobreza. De hecho, se crean nuevas subordinaciones y heterodesignaciones en los puntos en que interseccionan variables distintas de dominación, como, por ejemplo, raza, pobreza y colonialismo (Mohanty, 2008: cap. 3). Estos elementos y otros que no han sido destacados en este texto contribuyen a producir definiciones sobre lo que debe ser un hombre y una mujer para cada sociedad.

Sin embargo, más allá de estos factores fundamentales, en este artículo se argumentará que la condición de hombre o mujer no es un destino biológico sino social. (Por supuesto que la afirmación de que el género es una construcción social no excluye también que el sexo es un hecho social). En efecto, ambas normatividades son construcciones sociales conformadas a lo largo de la historia y en el seno de culturas concretas. Todos los hechos sociales se construyen históricamente y, tal y como sostiene Durkheim (Durkheim, 1978: cap. I, IV y V), todos son externos al individuo y todos tienen un carácter coactivo. En este sentido, la normatividad femenina no ofrece ninguna peculiaridad en relación a otros fenómenos sociales. Es un hecho social coactivo, como lo son los demás. La singularidad aparece cuando se observa el carácter prescriptivo que tiene la normatividad femenina cuando se compara con la masculina. Es entonces, en esa comparación, cuando se percibe el carácter opresivo que tiene ser mujer.

El ser hombre y el ser mujer se han construido culturalmente y dan respuesta a una estructura social que requiere de esas dos normatividades. Sin embargo, eso no significa que primero se hayan configurado las normatividades y después la estructura social. Lo que sí se puede afirmar es que en los diversos sistemas sociales la jerarquía de género tiene un carácter fundante y alrededor de la misma está estructurada la sociedad entera. La desigualdad entre los sexos es uno de esos valores y una de esas relaciones sociales tan centrales para la reproducción del orden social que todo el sistema está construido para apuntalar esa estructura simbólica y material. Hay que señalar también que esta jerarquía no excluye la existencia de otras estructuras opresivas que también tienen una dimensión central para los sistemas sociales. La construcción tanto del entramado social e institucional como de las normatividades genéricas se desarrollan en constante interacción.

La idea que quisiera desarrollar en esta parte es que la desigualdad entre los sexos es central en la constitución de las comunidades humanas y que esas comunidades fabrican sus estructuras sociales con el fin de reproducir esa desigualdad. En los sistemas sociales se ponen en funcionamiento lógicas y procesos que desembocan en la creación de un conjunto de estructuras sociales que favorecen la reproducción de la desigualdad. Sin embargo, esto no es suficiente, pues todo sistema de dominio requiere de la voluntad activa de las élites que obtienen beneficios de ese orden social. En este caso, las élites patriarcales pactan la exclusión o el recorte de recursos y de derechos para las mujeres a fin de seguir manteniendo sus privilegios.

Dicho de otra forma, el entramado social e institucional de los sistemas sociales, una vez articulado, no funciona inercialmente. Todos los sistemas sociales viven la posibilidad permanente de su propia disolución, tal y como nos advirtió Durkheim. De ahí, precisamente, deriva la también permanente necesidad de apuntalarlos y reforzarlos a través del consenso, en primer lugar, y de la coacción, después, si no funciona la primera instancia. Las estructuras sociales necesitan del concurso de los individuos para completar este círculo descrito. Lo deseable es que los individuos que ejercen la dominación funcionen colectivamente como élites y lobbys de interés y poder, y los dominados, como diría Celia Amorós, siguiendo a Sastre, permanezcan «serializados», aislados, desunidos, privados de la conciencia de compartir un destino común como oprimidos: sin conciencia de pasado y sin historia. Este es el esquema ideal de todo sistema de dominio y el camino más sencillo para que éste pueda reproducirse fluidamente y sin interrupción.

En todas las sociedades existen algunas estructuras materiales y algunas realidades simbólicas que no son contingentes sino que, muy al contrario, dotan a la sociedad de una estructura nuclear y cuya desaparición transformaría radicalmente la lógica de esa misma sociedad. Ahora bien, esas estructuras «nucleares » no pueden designarse subjetivamente sino que deben ser contrastadas empíricamente. ¿Podríamos considerar que la jerarquía de género tiene ese carácter a la luz de sus efectos sobre la sociedad? ¿Podríamos negar que esos efectos tienen un carácter sistémico? Veamos algunos ejemplos que ponen de manifiesto la hipótesis que estamos desarrollando: ¿la jerárquica estructura de género no tiene un vínculo de necesidad con el trabajo no remunerado que realizan las mujeres en el seno del hogar? ¿Y con la llamada brecha salarial? ¿Y con la baja representación de las mujeres en las instituciones del estado? ¿Y con la sexualización del cuerpo de las mujeres? ¿Y con la industria de la prostitución? ¿Todos estos factores, y otros muchos no señalados, no producen efectos sistémicos?

De modo que primeramente nos encontramos con una identidad femenina, asignada por la sociedad patriarcal y que se extiende desde las sociedades premodernas hasta la modernidad. Hay que señalar que esa identidad femenina sigue vigente para muchas mujeres en muchas partes del planeta. En forma de discurso de la inferioridad o en forma de discurso de la excelencia hoy nos tropezamos con manifestaciones explícitas de esa identidad femenina asignada a las mujeres y que se expresa socialmente en forma de subordinación. En efecto, cultivar los afectos y cuidados, mostrar empatía por los demás, realizar trabajo gratuito en el marco doméstico o anteponer la familia a cualquier otra consideración sin exigir recíprocamente lo mismo a los varones forma parte de esa identidad que define lo que debe ser una mujer según el canon patriarcal.

Todos estos atributos impuestos a las mujeres a lo largo de la historia se resumen en la negación de su autonomía individual en favor del desarrollo de las funciones de esposa y madre. Este proceso que desemboca en la creación de la familia patriarcal produce una «plusvalía de dignidad genérica», resultado de un intercambio emocional, afectivo y de trabajo entre el varón y la mujer completamente asimétrico. Las mujeres dan mucho más de lo que reciben y esa estructura actúa sobre hijos e hijas como un espejo que han de imitar (Jónnasdóttir, 1993: 128).

Utilicemos otro ejemplo como comparación para así entender mejor la desigualdad de género. En efecto, si en lugar de hablar de la estratificación de género, hablásemos de la estratificación económica ¿podríamos negar que existe un sistema económico capitalista que aspira a redistribuir los recursos siguiendo la lógica del beneficio? ¿Podríamos afirmar que nuestro sistema social es capitalista? Pues bien, quizá la jerarquía de género produce efectos sistémicos de mayor envergadura que la jerarquía económica capitalista. Estos efectos, a juicio de la teoría feminista, desembocan todos juntos en un sistema de hegemonía masculina que se ha acuñado con el concepto de patriarcado.

Ahora bien, si tuviésemos que concretar y llenar de contenido empírico este concepto abstracto que es el patriarcado, no podríamos negar que la columna vertebral de este sistema de dominio es la división sexual del trabajo. En efecto, la división sexual del trabajo, tal y como señala Durkheim en La división del trabajo social (Durkheim, 1987), es la primera división de funciones que se crea en las primeras comunidades humanas. Esta idea es compartida, desde una óptica muy distinta, por Kate Millett, una de las teóricas feministas más reconocidas de los años setenta y ya una clásica en la tradición intelectual feminista. Señala Millett que la división sexual del trabajo produce una jerarquía de género y sobre la que se han construido otras jerarquías, como la de clase o la racial (Millett, 1995).

Esta división sexual del trabajo tiene un carácter global y no hay sociedad que escape a esta especialización de funciones, cuya característica principal es que los trabajos y las funciones de las mujeres en pocos casos están remunerados y cuando lo están, llevan la marca de aquellas funciones y tareas que han sido asignadas a las mujeres en función de la específica e interesada «naturaleza» que se les ha atribuido. En primer lugar, la separación entre el marco doméstico y familiar, de una parte, y el público-político, de otra, marcan la diferencia entre el trabajo gratuito, básicamente realizado por las mujeres, y el remunerado, hasta hace pocos años, fundamentalmente masculino. En segundo lugar, si aplicamos el marco interpretativo feminista al mercado laboral podemos observar que tras décadas de monopolio laboral masculino, a partir de los años setenta entra en descomposición la figura del varón como proveedor universal y aparece la figura de la proveedora, que comparte el mercado de trabajo con los varones, pero en condiciones de abierta inferioridad respecto a su compañero masculino, el antiguo proveedor universal.

El mercado laboral está segregado por género y la mayoría de los trabajadores «autoprogramables» –cualificados y que requieren formación cultural- son masculinos y los «genéricos» –no requieren ni formación ni cualificación- son femeninos (Castells, 1998: 369-394)1. El resultado ha sido una segregación horizontal y vertical, uno de cuyos desenlaces actuales es la brecha salarial, que en España, en el año 2009, significa que las mujeres ganan casi una tercera parte menos que los varones por la realización de los mismos trabajos.

Chandra Talpade Mohanty lo explica con contundencia:

Las mujeres y niñas siguen siendo el 70% de la población pobre del mundo y la mayoría de las refugiadas del mundo. Las mujeres y las niñas forman casi el 80% de las personas desplazadas del Tercer Mundo/Sur en Africa, Asia y América Latina. Las mujeres realizan las dos terceras partes del trabajo del mundo y reciben menos de una décima parte de sus ganancias. Las mujeres son propietarias de menos de una centésima parte de las propiedades del mundo, y son las más afectadas por las consecuencias de la guerra, la violencia doméstica y la persecución religiosa (Mohanty, 2008: 431).

En realidad, en la sociedad está profundamente arraigado el estereotipo de que hombres y mujeres somos diferentes, de que hay «algo» en nuestra naturaleza que nos diferencia profundamente de los varones. Este estereotipo, por supuesto, enmascara la posición subordinada y subsidiaria de las mujeres, es decir, su asignación al espacio doméstico y su exclusión de los recursos económicos y de la vida público-política. En esta argumentación se sostiene que la singularidad de la «naturaleza» femenina empuja irremisiblemente a las mujeres por los caminos de la familia y del trabajo gratuito. Y es que en la artificial atribución de esta naturaleza está arraigada la idea de que las mujeres tienen algunos rasgos naturales que las empujan hacia los cuidados así como a producir empatía con los otros seres humanos.

La división sexual del trabajo, como sugeríamos anteriormente, es la pared maestra sobre la que está construido el edificio patriarcal. En esta estructura se concreta la distribución de espacios, público-político y privado-doméstico, en los que a su vez se encuentran hombres y mujeres. Esta división opera como distribuidora y reorganizadora de tareas retribuidas y gratuitas y en el marco de una y otra, a su vez, pueden visualizarse segregaciones internas: tanto en las gratuitas como en las pagadas, las tareas masculinas y las femeninas suelen estar diferenciadas atendiendo a criterios de cualificación profesional, instrucción cultural, relevancia, responsabilidad o salario, entre otras variables. Esta segregación, tanto en el trabajo no remunerado como en el remunerado, contribuye a explicar las diferencias salariales, lo que hoy se denomina la brecha salarial.

De otro lado, estas realidades sociales no podrían sostenerse con la suficiente legitimidad si no estuviesen acompañadas de las realidades simbólicas que socializan a hombres y mujeres en las normatividades dominantes y les hacen creer que esa división sexual del trabajo y esa distribución de espacios es la idónea para ellos, ocultando al mismo tiempo que los efectos de la subordinación de las mujeres es el resultado de esas estructuras materiales. Tampoco se puede obviar que cuando se producen quiebras en las definiciones sociales de género y se debilitan los códigos de la socialización aparece con más fuerza la violencia patriarcal. Ante la crisis del orden patriarcal, tanto el simbólico como el material, es decir, cuando las mujeres cuestionan las definiciones sociales y los roles asignados, la violencia de género se convierte en un elemento fundamental en las relaciones sociales entre hombres y mujeres.

Todos los sistemas sociales funcionan con mayor legitimidad si su reproducción se realiza a través del consenso y no a través de la violencia hacia sus miembros. Los sistemas sociales patriarcales han vivido su edad de oro cuando las mujeres no han cuestionado la jerarquía de género. Sin embargo, la propia aparición del feminismo y las subsiguientes luchas de las mujeres en su reclamación de igualdad de derechos con los varones ha puesto sobre la mesa la falta de legitimidad de una sociedad que reposa sobre la desigualdad de género. Pues bien, las luchas de las mujeres en la conquista de su autonomía y de los espacios de poder que les corresponden han venido acompañadas por unas tasas de violencia patriarcal verdaderamente insólitas.

Una de esas estructuras materiales y simbólicas sobre la que se nuclean las sociedades humanas es la diferencia de género. Esta «diferencia» ha sido cuestionada críticamente por el feminismo, que ha desvelado que la diferencia enmascara una desigualdad estructural. Por eso, la jerarquía de género se convierte en un objeto de estudio para las ciencias sociales y en parte necesaria de cualquier teoría del cambio social. Y es que el paso de la «diferencia» a la desigualdad ha implicado un proceso de politización de esta desigualdad tematizada en los albores de la modernidad por primera vez en la historia. Ahora bien, queda pendiente una pregunta: ¿cómo es posible que tantas mujeres acepten la jerarquía patriarcal con los efectos rotundos de desigualdad que produce esa jerarquía?

El feminismo ha recogido este tópico y durante lustros ha sido uno de los debates intrafeministas más enconados en el movimiento y en los medios académicos feministas: ¿la diferencia de género es natural o social? ¿Existe una ontología de lo femenino y otra de lo masculino? ¿O la diferencia es el resultado de las experiencias individuales y colectivas que han vivido hombres y mujeres desde la formación de las primeras comunidades humanas? ¿Dónde situamos la diferencia: entre los sexos o entre las mujeres?

En este artículo no se sostiene que la diferencia de género tiene un carácter ontológico, pero tampoco se niega que las diferencias existen. Ahora bien, la cuestión no es tanto negar o afirmar la diferencia de género como saber qué se hace con la diferencia: ¿se parte del supuesto de que es el resultado de experiencias sociales históricas o, por el contrario, se argumenta que esas diferencias son imposibles de resolver? En ese caso, tendremos que consensuar qué diferencias son inaceptables y cuáles son aceptables. Dicho con palabras de Lidia Cirillo: ¿hacemos de la diferencia un paradigma político? (Cirillo, 2005: 35-59). Es decir: ¿seguimos construyendo las relaciones sociales en torno a las diferencias de género o las construimos a partir de la idea de igualdad entre todos los seres humanos como uno de los principios éticos y políticos que inspiraron la modernidad? ¿Vindicamos la igualdad de derechos y de recursos o seguimos por la senda de vindicar las diferencias históricamente construidas? ¿Cuál debe ser el principio normativo de las relaciones sociales: la diferencia o la igualdad de derechos y de recursos?

La individualidad conquistada

En esta parte del artículo se harán algunas consideraciones sobre la identidad patriarcal y prescriptivamente asignada a las mujeres a lo largo de siglos de historia, pero sobre todo se explicará que en el inicio de la modernidad un grupo de mujeres intentaron quebrar esa identidad impuesta y coactiva. Por supuesto que las causas que han erosionado esa identidad asignada han sido múltiples, pero la más intencionalmente política ha venido del feminismo. En efecto, las mujeres feministas, organizadas como movimiento social y contribuyendo reflexivamente a forjar una poderosa tradición intelectual, han luchado por la autonomía individual y por la igualdad de derechos con los varones. Ahora bien, esa lucha ha dado sus mejores resultados cuando las mujeres se han constituido en un sujeto colectivo y cuando se han articulado políticamente como un movimiento social.

En este apartado explicaremos el malestar que ha producido en las mujeres esta subordinación. Y, sobre todo, explicaremos que el feminismo ha transformado el malestar en vindicación política. Ahí, precisamente, en la formación de ese sujeto político colectivo comienza el nuevo proceso de gestación de una identidad política que, indudablemente, ha producido efectos en la subjetividad de las mujeres. La identidad política feminista comienza a formarse en los albores de la modernidad como una crítica a la identidad femenina tradicional. Esa identidad provisional es la respuesta política al carácter coactivo que la normatividad femenina tiene para las mujeres. Y es el resurgimiento del feminismo en los años setenta el que ha producido cambios profundos en la sociedad española, de los que hablaremos en la última parte de este artículo.

En este texto veremos el complicado camino que han recorrido histórica y políticamente las mujeres. Primero se rebelan contra una identidad impuesta que las introduce en el espacio de una identidad no elegida que sirve a los intereses de los varones y que satisface las necesidades de reproducción de las sociedades patriarcales. Tras esa identidad fabricada para el ejercicio de la subordinación, las mujeres expresan su deseo de deshacer esa identidad para constituirse en sujetos políticos y para acceder a la ciudadanía. Pues bien, el siguiente y paradójico paso es dotarse de una identidad política provisional y articularse colectivamente como paso necesario para acceder a la individualidad. Las mujeres, por tanto, en la modernidad intentan escapar a una identidad impuesta para constituirse en individuos libres y, sin embargo, ese proceso no puede ser individual sino colectivo. La constitución de las mujeres en subjetividades autónomas y libres requiere antes la construcción de mediaciones en forma de sujetos políticos colectivos. De modo que a medida que la identidad feminista acentúa su carácter colectivo e impone discursos y prácticas políticas más cerca estamos de acceder a la individualidad. Ésta es una de las paradojas que viven aquellos colectivos oprimidos que aspiran a la individualidad.

Los primeros grupos de mujeres políticamente articulados para reclamar los mismos derechos que ya poseían los varones surgieron en el marco de la Revolución Francesa. Sin embargo, un siglo antes ya habían comenzado a publicarse textos que inauguraban la tradición feminista. Dicho en otros términos, al final del siglo XVII, un filósofo ginebrino y seguidor de Descartes, llamado François Poullain de la Barre, ya había escrito un libro, La igualdad de los sexos (Poullain de la Barre, 1984), en el que criticaba los prejuicios sobre los que reposaba la desigualdad de las mujeres. En 1792, Mary Wollstonecraft escribe Vindicación de los derechos de la mujer (Wollstonecraft, 1994), en el que interpela a los filósofos ilustrados – y muy especialmente a Rousseau – por sus incoherencias, es decir, por recortar a las mujeres aquellos derechos que previamente habían definido como universales.

La Ilustración se configura como el marco que hace posible el surgimiento de lo que Celia Amorós denomina la «vindicación feminista» (Amorós, 2005: cap. 2). En efecto, la posibilidad de pensar en términos de los mismos derechos para varones y mujeres y reclamar esos derechos no reconocidos es posible porque previamente se ha pensado en la idea de una humanidad única, de una sola naturaleza humana y de una razón universal para todos los individuos. La universalidad de la razón es la condición de posibilidad de la universalidad de los derechos. La hipótesis de la que parten los filósofos ilustrados y los pre-ilustrados y, en general, el racionalismo cartesiano, es que la universalidad de la razón convierte a los individuos en iguales, en tanto todos son sujetos de razón. La operación siguiente es edificar los derechos individuales sobre el carácter racional de los individuos, entendiendo que la razón nos distingue del resto de las especies y nos convierte en seres morales.

Pues bien, el feminismo surge como una impugnación y una interpelación a una universalidad de la razón y de los derechos, prometida pero incumplida. De ahí que los primeros y primeras feministas muestren las incoherencias de la razón ilustrada y denuncien el recorte de los derechos para las mujeres. El primer feminismo reclama que los derechos universales se cumplan para las mujeres, es decir, que la razón y la ciudadanía se conviertan en verdaderamente universales.

En el siglo XIX, el feminismo se organizará como un poderoso movimiento social en torno a la lucha por el sufragio. Así, el sufragismo se convertirá en un movimiento de masas por primera vez en la historia del movimiento feminista En efecto, el movimiento sufragista nace en el año 1848, con la famosa declaración de Seneca Falls y finaliza con la primera guerra mundial. Más de sesenta años de historia y de lucha por hacer realidad los derechos que la Ilustración había prometido a la humanidad: derecho a la educación, derecho a la propiedad, acceso a las profesiones, derecho al divorcio y a la patria potestad compartida, entre otras muchas reclamaciones de derechos. Hoy, en amplias partes del mundo, no existen para las mujeres los derechos que reclamaron las sufragistas en el siglo XIX.

El siglo XX también ha sido testigo de una nueva ola feminista, la tercera, en torno a los años setenta y en el contexto de mayo del '68. En ese marco resurge el feminismo después del silencio que siguió al movimiento sufragista. En efecto, el movimiento sufragista termina con la primera guerra mundial y poco a poco sus efectos se irán notando en amplias partes del mundo, pues el derecho al voto, a la propiedad, a las profesiones o a la educación se irán convirtiendo en reales en la primera mitad del siglo XX. En este sentido, el triunfo del sufragismo fue absoluto, pero también lo fue la emergencia de un gran movimiento de resistencia a los derechos que consiguieron las mujeres en muchos lugares del planeta.

En los años setenta el feminismo por segunda vez en la historia se convertirá en un movimiento de masas. En efecto, sin apenas esperarlo, se fueron gestando lentamente las condiciones sociales y políticas que hicieron posible la formación de grupos de mujeres que convirtieron lo que en un principio pensaron que eran problemas personales en cuestiones políticas. Este proceso desembocó en el feminismo radical: un movimiento poderoso en sus vindicaciones políticas, que anticipó las reclamaciones que hoy están liderando las mujeres en muchas sociedades del mundo. Muchos problemas de las mujeres dejaron de ser personales y pudieron ser interpretados como déficits significativos de igualdad y de libertad. En esos años se acuñaron los conceptos de género y patriarcado, que aún siguen siendo las categorías centrales de la teoría feminista. Estos conceptos se han convertido en el núcleo de un marco de interpretación de la realidad en clave feminista. Y entre movimiento feminista y teoría feminista se ha establecido una relación productiva sobre la que reposan las políticas de igualdad que están siendo aplicadas por diversos estados.

A partir de los años setenta del siglo XX, y hasta ahora, el feminismo se ha desarrollado como una poderosa línea de investigación académica y como un movimiento social cuyas vindicaciones políticas han logrado introducirse en las agendas políticas de diversos países. En efecto, este movimiento tuvo la inmensa capacidad de convertirse en una corriente académica y por primera vez en la historia las mujeres se convirtieron en sujeto y objeto de la investigación social. La teoría feminista entró en la universidad y aún permanece como un paradigma necesario de investigación sin el cual es imposible producir conocimiento científico objetivo. Por otra parte, poco después algunos estados socialdemócratas comenzaron a aplicar políticas de acción afirmativa y de discriminación positiva. Los países que han tenido estados socialdemócratas son los que más han favorecido y promovido las políticas públicas de igualdad. En este sentido, los países nórdicos han desarrollado sus estados de bienestar siguiendo la presión política del feminismo escandinavo. Y sus resultados han sido tan buenos que una buena parte del feminismo mundial ha mirado a esos países como si fuesen el espejo en el que nos debemos ver.

Feminismo y cambio social

El feminismo es una fuente inagotable de libertad e igualdad que ha aportado a las mujeres un sentido colectivo, como lo tuvo el movimiento obrero y como lo han tenido otros grupos oprimidos. Sin este sentido colectivo no hubiese existido ni movimiento social ni tampoco una teoría crítica de la sociedad como es hoy la tradición feminista. Es necesario señalar que el feminismo es una teoría crítica de la sociedad y que, por ello mismo, se mueve en el campo de lo que es aceptable éticamente y deseable políticamente. Dicho en otros términos, la teorías críticas de la sociedad desembocan en una teoría del cambio social: para estas teorías no es suficiente con dar cuenta crítica de la realidad social, también necesitan su transformación. De ahí la gran importancia que tiene la acción política, tanto en la vertiente institucional como la que se desarrolla en la sociedad civil.

El feminismo es una teoría del cambio social que se ha concretado en transformaciones sociales que han trastocado las viejas instituciones de la modernidad y que sigue alimentando propuestas de cambio social en el sentido de civilizar a la sociedad. Si por civilizar se entiende deshacer prejuicios, eliminar estereotipos, desactivar nudos de discriminación y crear nuevos espacios de libertad e igualdad no cabe duda de que el feminismo es una de las fuerzas civilizadoras de la modernidad. En este sentido, hay que señalar que el carácter civilizatorio que tiene el feminismo está estrechamente relacionado con la reclamación de derechos de las mujeres, pues esta vindicación de derechos significa la ampliación de la libertad y la igualdad para la mitad de la humanidad. Dicho en otros términos, el feminismo es una propuesta ética y política que apunta hacia la ampliación y profundización de la democracia.

Sin el feminismo las sociedades actuales habrían prescindido de una fuente emancipadora y progresista desde el punto de vista del cambio social, pero también de un paradigma de investigación que ha desvelado una de las grandes jerarquías no legítimas de la historia. Este paradigma ha buceado en los mecanismos de discriminación más profundos, aquellos que atan a las mujeres a la desigualdad y a los varones al privilegio.

En términos más concretos, el feminismo ha cambiado la fisonomía de la sociedad española en los últimos treinta años, pese a que grandes sectores sociales no vinculan el ensanchamiento de la democracia con las luchas feministas por la igualdad de derechos de las mujeres. La responsabilidad del feminismo en los cambios que ha experimentado la sociedad española han sido significativos. Puede decirse sin miedo a equivocarnos que la sombra del feminismo es alargada, pues ha introducido cambios en el ámbito privado-doméstico y en el público-político. Su principal mérito es impulsar transformaciones pacíficamente. El feminismo es quizá el movimiento social de la modernidad que más profundamente ha transformado el tejido social y simbólico de amplias partes del planeta y que no tiene ninguna acción política sobre sus espaldas que lo haga avergonzarse de su pasado: la violencia siempre estuvo estratégicamente fuera del feminismo y la persuasión intelectual y la presión política pacífica fueron sus herramientas fundamentales. No puede negarse que el arma fundamental del feminismo ha sido históricamente la palabra.

Pues bien, con esas herramientas ha introducido en el debate político cuestiones que hasta hace poco tiempo habían sido definidas como íntimas y privadas: por ejemplo, la separación entre sexualidad y reproducción, con una tímida ley de aborto que no ha terminado de reconocer el derecho de las mujeres a elegir el momento adecuado de su maternidad y el reconocimiento definitivo de que el aborto es un derecho no sujeto a supuestos instrumentales. Asimismo, el feminismo ha contribuido poderosamente a introducir cambios profundos en el tejido de la familia patriarcal: en términos de mayor autonomía para las mujeres y de cierta reducción de la autoridad de los varones. Todo eso se ha traducido en bajísimas tasas de natalidad y significativas y crecientes tasas de divorcio. Unido todo ello a una tendencia imparable al acceso de las mujeres al mercado laboral, el modelo de familia patriarcal está viviendo una crisis significativa. También, se ha puesto a descubierto el carácter no remunerado del trabajo doméstico y se ha introducido en el debate público. En estos momentos, la socióloga Ángeles Durán, y otras especialistas en estudios de género, están haciendo investigaciones sobre las «cuentas satélite» y aportando datos sobre el significado cuantitativo de la economía doméstica en la contabilidad nacional (DURÁN, 2006). Todos estos ejemplos ponen de manifiesto los cambios que han introducido las mujeres en la fisonomía de la sociedad españolas y de otras sociedades contemporáneas.

La agenda institucional de las mujeres en España

En los últimos años se ha creado una agenda institucional de las mujeres en España. En efecto, la lucha política del movimiento feminista, la legitimidad del discurso de la igualdad y de los derechos humanos, y la reestructuración del capitalismo, empujando a las mujeres al mercado laboral, entre otras, han sido algunas de las causas que han contribuido a situar críticamente en el imaginario colectivo una de las manifestaciones más trágicas de la desigualdad entre hombres y mujeres: me estoy refiriendo a la violencia de género. Al mismo tiempo, la violencia de género ha permitido que las mujeres llevemos a la opinión pública otros «agujeros negros» de desigualdad. Dicho en otros términos, se han puesto en marcha legislación y políticas públicas para desactivar algunos nudos especialmente visibles y difíciles de erosionar de desigualdad de género. A tal efecto, se ha elaborado una ley específica, la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, que entró en vigor en el año 2004. De hecho, el feminismo español venía pidiendo desde hace años que las políticas contra la violencia de género se convirtiesen en una política de estado y que los partidos políticos pactasen una ley aceptable para unos y otros que no se desmontase cuando se produjese la alternancia democrática entre la derecha y la izquierda.

No sabemos, ciertamente, qué ocurrirá cuando la derecha sustituya al partido socialista. El feminismo español tiene una preocupación legítima acerca de si el partido conservador vaciará de contenido esta ley o la asumirá como propia. La historia de la derecha española ha sido una sucesión de desencuentros con el feminismo español. Este hecho está relacionado con las dificultades que tiene un sector significativamente conservador, en términos electorales y de poder, de la derecha española para romper el cordón umbilical con el franquismo. Uno de los hilos que fortalece ese cordón umbilical entre franquismo y derecha conservadora tiene que ver con algunos valores morales y algunas estructuras sociales que sacralizan aquellos valores que tienen que ver con la sexualidad y la familia patriarcal. Y la gran preocupación del movimiento feminista es que la influencia de este discurso conservador sobre las mujeres y la familia arraigue en el discurso de la derecha más moderada. De ahí que las feministas estén expectantes y preocupadas respecto a esta ley en el supuesto de que se produzca un relevo de poder en las próximas elecciones del año 2012.

Ahora bien, esta ley, que ha supuesto un avance indudable en la lucha contra la violencia de género, tiene dos deficiencias que deberían resolverse lo antes posible. La primera de ellas hace referencia a la propia definición de violencia de género que se maneja en la ley. Es una definición tan restringida que deja fuera otros muchos ámbitos de violencia contra las mujeres. Esta definición de violencia de género está restringida a la que se produce en las relaciones de pareja, domésticas y familiares. En este sentido, la ley sería más justa y eficaz si abordase otras violencias de género de las que son objeto las mujeres en ámbitos que no son estrictamente el familiar y doméstico. El segundo aspecto de la ley que debería ser corregido es el que se refiere a las políticas de prevención. En este punto, la ley deja de ser imperativa y se convierte en meramente propositiva y declarativa. Un ejemplo particularmente preocupante para quienes trabajamos en la universidad y, en general, en la docencia es que no obliga a introducir materias sobre desigualdad y violencia de género en los planes de estudio de primaria, secundaria y universidad. ¿Cómo desactivar la violencia de género y la desigualdad entre hombres y mujeres si este fenómeno social no se trabaja en las aulas? ¿Qué efectos puede tener prescindir del valor de la igualdad entre los sexos y la impugnación de la desigualdad y la violencia de género en el sistema educativo? En este momento, la presencia de esta materia en los planes de estudio es casi inexistente y cuándo existe no es el resultado del imperio de la ley sino de l buena voluntad de algunos políticos o políticas y de la presión de colectivos de mujeres, que en algunos momentos puntuales y en algunos lugares institucionales, tienen una presencia significativa. Las políticas de prevención son un instrumento imprescindible para luchar contra la desigualdad, sea la desigualdad de género, de clase, de raza o de opción sexual, entre otras muchas desigualdades. Aún más, las políticas preventivas no son sólo una herramienta compensatoria y correctiva de la desigualdad sino, sobre todo, uno de los pilares más eficaces de los estados de bienestar.

En el año 2007 entró en vigor una nueva norma, la Ley Orgánica para la Igualdad Efectiva de mujeres y hombres, dirigida a reducir la segregación y la desigualdad de las mujeres en el mercado laboral. La reciente puesta en marcha de esta ley ha hecho posible la aplicación de medidas para favorecer el empleo, para impulsar planes de igualdad, para facilitar la entrada de mujeres en los consejos de administración o para castigar el acoso sexual.

En la misma dirección, se ha producido un movimiento en la opinión pública impulsado por el feminismo para llevar la paridad entre hombres y mujeres al poder político y a las instituciones de representación del estado. Esta ley citada anteriormente, la de Igualdad, promueve las listas electorales con una representación que no permite que ningún sexo esté representado por encima del 60% ni por debajo del 40%. El movimiento feminista exigió la paridad en las listas, pero no ha podido ser. La correlación de fuerzas en este momento probablemente no es lo suficientemente favorable para las mujeres.

Esta misma ley extiende su aplicación al ámbito del lenguaje y promueve la utilización de un lenguaje no sexista en el ámbito administrativo y su fomento en la totalidad de las relaciones sociales, culturales y artísticas. Asimismo, y referida a la sociedad de la información y de la comunicación, la ley promoverá que los proyectos sufragados total o parcialmente con dinero público estén presidido por un uso del lenguaje y unos contenidos no sexistas. Lo mismo ocurre con la agencia de noticias estatal, EFE, a la que se exige un uso no sexista del lenguaje utilizado y el respeto al principio de igualdad entre hombres y mujeres.

La creación de una agenda institucional de mujeres es complicada porque las resistencias son muchas, fuera y dentro de los partidos que los ponen en marcha. De otro lado, la ley mencionada, la Ley de Igualdad, no es una ley impositiva, sino propositiva: se inscribe en lo que se denomina «derecho blando». Promueve, favorece, aconseja, impulsa, pero son menos las ocasiones en que obliga. Si todas las leyes requieren de la voluntad política de los gobiernos que las impulsan y de recursos que hagan viable las políticas de prevención que forman parte fundamental de estas leyes, en el caso de leyes fundamentalmente declarativas requieren del compromiso activo de quienes están en las máximas responsabilidades de gobierno para que tengan efectos sobre esa mitad de la población que transita entre la desigualdad y la discriminación. Y lo cierto es que los sistemas de desigualdad no se erosionan sólo con la buena voluntad de algunos responsables políticos.

También hay que poner de manifiesto que a primero del año 2009 entró en vigor un Plan Integral contra la Trata de Seres Humanos con fines de Explotación Sexual. Esta normativa está en línea con los planes que se han elaborado en la UE. Su importancia radica, sobre todo, en que es un primer paso para introducir en el debate político la explotación sexual de las mujeres. En la actualidad, el tema de la prostitución es una polémica muy agria en el seno del movimiento feminista español y este plan supone un respaldo tímido a las tesis abolicionistas de la prostitución. Al cabo, los avances son tímidos, pero no puede negarse la existencia de una agenda política de las mujeres de carácter institucional.

En todo caso, la vida de las mujeres españolas de los años setenta y las de ahora no tienen mucho que ver. Son vidas más libres y autónomas; algunas mujeres, aunque pocas aún, han logrado introducirse en muchos espacios de poder y decisión, con los efectos positivos que produce en la construcción de modelos sobre los que se mirarán las futuras generaciones. Sin embargo, quedan dos asignaturas pendientes por resolver y que es necesario destacar por sus rotundos efectos negativos: el empleo y la feminización de la pobreza, de un lado, y la violencia, de otro. Ambas realidades sociales empañan los progresos que se han logrado en los derechos de las mujeres y nos avisan que el sistema de dominio masculino sigue en activo. Hay que seguir trabajando desde la sociedad civil, desde el poder político y desde la universidad. Las mujeres que estamos en todos esos espacios debemos establecer redes de comunicación y solidaridad y anteponer nuestros intereses a los intereses de otros grupos sociales y de otras organizaciones en la defensa de los derechos de las mujeres.

Sin embargo, no quisiera terminar este artículo sin hacer una reflexión política necesaria en este momento en el se diseñan y aplican políticas de igualdad, en el que las mujeres han entrado como sujetos y como objetos de la investigación social en la universidad, en el que algunas mujeres habitan el espacio de la política institucional y el movimiento feminista sigue para adelante con sus errores y sus aciertos. Y la reflexión es la siguiente: ¿qué ocurre con un feminismo que tiene la fuerza para impulsar investigaciones académicas, para diseñar y aplicar políticas públicas de igualdad de género, para cambiar mentalidades y, en general, para transformar la sociedad y cuándo esos cambios se han conseguido el imaginario colectivo borra al sujeto político que los hizo posible? ¿Qué ocurre para que la sociedad olvide con tanta rapidez que el feminismo está detrás de los cambios que se han producido en la vida de las mujeres? ¿Por qué tanta amnesia? Y estas preguntas son necesarias y sobre sus respuestas debemos trabajar las mujeres feministas, pues ahí están algunas claves estratégicas que deberán estar presentes en la elaboración de una agenda feminista global. El feminismo no puede seguir adelante sin construir y reconstruir permanentemente su memoria histórica y sin reivindicar su papel en la historia, pues renunciar a su memoria es perderse a sí mismo, es renunciar a la legitimidad que proporciona el pasado y por ello mismo es renunciar a escribir el presente con el derecho que proporciona tener un pasado de luchas, conquistas y aciertos que ha ensanchado la democracia y ha civilizado la historia.

 

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Notas

1 Véase el volumen 3, Fin de milenio, y especialmente «Conclusión: entender nuestro mundo». La lúcida conceptualización es de Castells, sin embargo, debe ser matizada en clave feminista, pues esa segregación del mercado laboral global es también un segregación marcada por el género, no solo por la formación cultural ni por la eventual cualificación profesional.

 

Rosa Cobo es profesora titular de Sociología del Género en la Universidad de A Coruña, en España. Ha sido fundadora y primera directora del Seminario Interdisciplinar de Estudios Feministas de la misma universidad y ha dirigido el Máster sobre Género y Políticas de Igualdad de la Universidad de A Coruña. Ha sido miembro de la Unidad de Mujeres y Ciencia (UMYC) del Ministerio de Educación y Ciencia 2006-2008. También ha sido asesora del Ministerio de Igualdad de España durante el año 2008. Ha recibido el premio Carmen de Burgos al mejor artículo publicado en el año 1997. Tiene diversos libros y artículos publicados en España e en países de América Latina. rosacobo@hotmail.com

 

Artigo recebido em 18 de Abril de 2010 e aceite para publicação em 10 de Outubro de 2010.

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