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Etnográfica

versão impressa ISSN 0873-6561

Etnográfica vol.24 no.2 Lisboa jun. 2020

https://doi.org/10/4000/etnografica/9098 

ARTIGO ORIGINAL

“La espiritualidad como colador”: fricciones ontológicas entre los ranqueles

“Spirituality as a sieve”: ontological frictions among the Ranquel people

Antonela dos Santos*

*Instituto de Ciencias Antropológicas, Universidad de Buenos Aires, Conicet, Argentina, e-amil: antodos@gmail.com

RESUMEN

Una breve descripción del proyecto compartido por algunos de los ranqueles de la provincia de La Pampa (Argentina) de recuperar su “espiritualidad” me permitirá mostrar que las formas de entender dicha espiritualidad y actuarla cotidianamente varían tanto como las trayectorias personales y familiares de quienes protagonizan en la actualidad la reorganización y revisibilización étnica ranquel. Ante realidades múltiples, fragmentarias y permeadas por diversas lógicas, propongo en este texto focalizar en algunas de estas divergencias al interior del movimiento ranquel y pensarlas como fricciones ontológicas que responden a maneras diferentes de componer el mundo. Sostengo, entonces, que contextos etnográficos como el ranquel —en principio tan alejados de aquellos en los que se originaron las teorizaciones antropológicas sobre las ontologías— no sólo no inhabilitan los acercamientos de este tipo, sino que, por el contrario, pueden permitirnos pensar en pequeños ajustes en las propuestas generales del llamado “Giro Ontológico”.

Palabras-clave ranqueles, Pampa-Patagonia, pluralismo ontológico, conflictos ontológicos, espiritualidade

ABSTRACT

I briefly analyze the links between the current process of ethnic reorganization between the Ranquel people of La Pampa (Argentina) and the intention shared by most of the Ranqueles with whom I work of recovering their “spirituality.” I state that there is not a unique way of understanding that “spirituality” and practicing it. Confronted with this ethnographic reality, which is multiple, fragmentary and permeated by various logics, I explore in this text the potential of an analytical approach that focuses on some of these divergences within the Ranquel movement considering them as ontological frictions that arise from different ways of composing the world. Finally, I conclude that taking into account the particularities of ethnographic contexts such as the Ranquel one —which differs widely from those that gave rise to the anthropological theorization of ontologies— may lead us to partially modify the mainstream theories of the so-called “Ontological Turn.”

Keywords Ranquel people,Pampa-Patagonia,ontological pluralism, ontological conflicts, spirituality

Introducción

La proliferación tanto de críticas anticolonialistas como de postulados del posmodernismo provocó en las últimas décadas, entre otras cosas, intentos por repensar la labor antropológica y, en consonancia, ensayar nuevas maneras de hacer etnografía.[1] En este movimiento, por ejemplo, ciertas ramas de la etnografía con pueblos indígenas comenzaron a cuestionar el potencial explicativo de las teorías dominantes hasta mediados del siglo xx que, producidas fundamentalmente para pueblos africanos, se mostraban inadecuadas o insuficientes para asir las particularidades de otras sociedades del mundo (Wagner 1974; Overing 1977; Seeger, da Matta y Castro 1979; Descola y Taylor 1993). Esto resultó, en el plano epistemológico, en el cuestionamiento de los privilegios occidentales subyacentes en la distinción entre antropólogos y nativos. Si todo colectivo humano reflexiona antropológicamente, entonces, la práctica antropológica y la nativa debieran poder alinearse en un cierto plano de igualdad, haciendo de la antropología un discurso no sobre, ni de, el otro, sino con el otro (Wagner 1981). La crítica a dichas divisiones fue tematizada también por Marilyn Strathern (1988) quien alertó sobre los divisores metodológicos que históricamente han coartado las investigaciones, indicado qué temas o problemas abordar en cada sociedad y cómo hacerlo. Y años después, Bruno Latour (1991), en una óptica similar, prolongó esa inquietud mostrando la importancia de simetrizar las sociedades de las cuales habla la antropología, estudiando en todas ellas sus aspectos centrales.

En este artículo me hago eco de algunos de estos lineamientos generales respecto del vínculo entre etnografía y teoría para preguntarme qué acontece cuando algunos de los postulados del llamado “giro ontológico” se encuentran con realidades etnográficas como las de los ranqueles, indígenas considerados extintos o desaparecidos hasta la década de 1990, cuando algunas personas, autoadscribiéndose como tales en la provincia de La Pampa (Argentina), comenzaron procesos de reorganización y revisibilización. Descriptos por lo general como aculturados, mezclados e inauténticos dadas las relaciones de larga data que ellos han mantenido con sacerdotes, estancieros, políticos, académicos, etc., los ranqueles están alejados de esa supuesta “alteridad radical” (Vigh y Sausdal 2014) que está en la base teórica y metodológica de las propuestas ontológicas. En este sentido, me pregunto aquí, por un lado, qué sucede con los ranqueles cuando se encuentran con la ontología como preocupación y, por otro, cómo las particularidades de ese encuentro nos alientan a proponer pequeñas modificaciones en las teorías sobre las ontologías para que ellas sean herramientas conceptuales útiles también en contextos como el antes mencionado.

En lo concreto, tomaré como eje central de análisis el proyecto – compartido por buena parte de los ranqueles con quienes trabajo – de recuperar su “espiritualidad”. Mostraré que, aunque varían las maneras en que ésta es definida, hay un relativo acuerdo respecto de que se trata de vínculos (que también son definidos de modos muy variados) con entidades cuyas características tampoco son unánimemente distinguidas. Propondré que estas divergencias, incertidumbres e indefiniciones, así como las discusiones y desacuerdos que ellas provocan, dan lugar, entre los ranqueles, a reflexiones respecto de los existentes del mundo y las relaciones entre ellos. Esta es una pregunta que, en las últimas dos décadas, ha sido considerada por ciertas ramas de la antropología como ontológica. A los fines de este trabajo y consciente de los debates respecto de los alcances del término “ontología” en nuestra disciplina, utilizaré dicho concepto para remitir a las maneras en que cada mundo particular está compuesto, es decir, al tipo de seres, de cualidades y de relaciones que se seleccionan y estabilizan allí en función de los modos de identificación prevalentes (Descola 2010: 336, 2014: 437).

En su análisis sobre las ontologías, Philippe Descola (2010) sostiene que, aunque en las diversas composiciones de mundos prima la variabilidad e hibridez, las personas tienden, por lo general, a hacer inferencias de determinado tipo influidas por los contextos ontológicos en las que ellas fueron socializadas. Ahora bien, las particularidades del caso ranquel me conducen a preguntarme específicamente por esta última cuestión. A raíz de las recurrentes interrupciones en la transmisión intergeneracional de los conocimientos y la variedad de estrategias de ocultamiento o visibilización que cada familia ranquel implementó a lo largo del tiempo, difícilmente puede pensarse aquí en un “contexto ontológico” prevalente, tal como la perspectiva descoliana propone. Ante esto, indago en la potencialidad analítica de planteos como los de Mario Blaser (2013) respecto de los “conflictos ontológicos”, ya no para dar cuenta de los enfrentamientos ontológicos entre el Occidente naturalista y grupos indígenas animistas o totemistas, sino para abordar en una escala menor, al interior del pueblo ranquel, cómo quienes se autoadscriben como tales en la actualidad componen diferencialmente un mundo, alternando entre diversas modalidades ontológicas.

La espiritualidad como colador

“La espiritualidad del pueblo ranquel es, como yo siempre digo, un colador. Viste que en la universidad siempre hay una materia que es el colador y el que pasa esa materia se recibe de algo y el que no, te das cuenta que no va. Y el ngillatun, yo siempre digo, es como el colador de aquel que vuelve de a poco al mundo ranquel. Aquel que va a la ceremonia y sigue, es un buen soldado y el que no, solito se va. Como que el Vüta Chaw lo corre, yo digo. Esa es la visión que tengo de la espiritualidad ranquel” [líder ranquel, el subrayado me pertenece].

“Volver de a poco al mundo ranquel”, como sostiene el lonko (líder) de una de las comunidades de la provincia de La Pampa donde realizo trabajo de campo desde el año 2013, es sin duda uno de los desafíos más grandes que encuentran hoy en día quienes se reconocen como ranqueles. Ellos han estado “volviendo de a poco” desde fines de la década de 1980, momento en el que comienzan a protagonizar un proceso de reorganización y revisibilización como pueblo.

Los ranqueles o rankülche (gente del carrizal, de rankül, cortaderas o carrizal [Cortadeira selloana] y che, gente) eran tradicionalmente grupos de gran movilidad que habitaban el centro de la República Argentina. Luego de las campañas militares que el gobierno nacional organizó entre los años 1878 y 1885 con el objetivo de extender la frontera sur avanzando sobre zonas indígenas, quienes sobrevivieron fueron forzosamente reubicados en lugares y bajo lógicas que no eran necesariamente las propias, desmembrando grupos familiares y políticos. Como muestra la historiadora Claudia Salomón Tarquini (2010), hacia el año 1900 el grueso de esta población estaba dispersa: la mayoría de los hombres servía de mano de obra en la zafra azucarera, yerbatera y algodonera del norte del país o engrosaba las líneas de la policía, el ejército y la marina; las mujeres y niños, por su parte, trasladados hacia las ciudades, se dedicaban al trabajo doméstico. En efecto, sólo un grupo menor de personas pudo permanecer en las zonas que antes habitaban y regenerar, en las décadas posteriores a la conquista militar, liderazgos indígenas y pautas propias de organización sociocultural. Esta población, mediante reclamos y largos peregrinajes, logró que las autoridades le entregasen algunas tierras a donde asentarse, en especial en los espacios rurales del oeste de la actual provincia de La Pampa. Sin embargo, hacia fines de los años 40 una combinatoria de factores (mayor presencia estatal en la región, interés de capitales privados por emprendimientos económicos en la zona y, sobre todo, la desertificación producto de la construcción del Dique Los Nihuiles (1947) que cortó el cauce del río y fue progresivamente anulando los bañados característicos de esta geografía) impulsó procesos migratorios masivos y el traslado definitivo de la mayoría de esta población a las ciudades o pueblos vecinos, con nuevos desmembramientos familiares, otras prácticas cotidianas y el olvido selectivo de ciertos modos de ser y hacer en pos de adaptarse a las nuevas circunstancias.

A fines de la década de 1980 y luego de años de retraimiento, algunas personas y familias, en medio de una serie de conflictos territoriales (cf. Roca 2008; Roca y Abonna 2013), retornaron a la escena pública haciéndose ver y oír a partir de reivindicar su pertenencia étnica ranquel y el “haber estado siempre” – aunque de modo solapado – en el territorio provincial pampeano. Este proceso de reorganización y visibilización indígena suele ser descripto en la literatura antropológica bajo conceptos tales como “etnogénesis”, “emergencia” o “reemergencia”, entre otros. El antropólogo chileno Luis Campos (2015), por ejemplo, denomina “etnogénesis” al conjunto de procesos étnicos que se dan, por lo general, de manera conjunta: la “reetnificación” (la visibilización étnica motivada por agentes externos), la “reemergencia” (los cambios internos en las subjetividades las autoidentificaciones de las personas), la “resistencia cultural” contra la invisibilización, la negación y la discriminación, y la “reconfiguración identitaria” propia de grupos que no son estáticos. Los antropólogos argentinos Axel Lazzari (2017) y Mariela Eva Rodríguez (2017), por su parte, recientemente han explicitado su preferencia por el término “reemergencia” en casos caracterizados por el “volver a aparecer” de pueblos considerados extintos (o desvanecidos) por el accionar de dispositivos estatales y científicos. En relación al caso ranquel, Lazzari (2010) muestra cómo dichos dispositivos construyeron sucesivamente la idea del ranquel como “desaparecido” o como “aparecido”. Argumenta que, entre otros, el censo nacional del año 1895 “hace a los indios aparecer como desaparecidos” (Lazzari 2010: 51) al ofrecer como únicas categorías posibles de filiación racial o étnica las de “argentino” o “extranjero”. Por el contrario, como explica este autor, cambios en estos dispositivos se vislumbran en el censo del 2001 y en la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas (2004) que lo acompañó. En ellos se obstruye la posibilidad de que no existan indígenas, dándolo por sentado y produciendo sólo las categorías en las que son permitidos: “el objetivo [de la Encuesta Complementaria] es hacer que los indígenas aparezcan como aparecidos o ‘apareciendo’. En vez de la extinción, ahora el destino indígena es el resurgimiento. En estos contextos, negar ser indio o rechazar el reconocimiento es una anormalidad” (Lazzari 2010: 65).

En Brasil, algunos investigadores, influenciados por la terminología que los indígenas y afroindígenas utilizan para denominar sus propios procesos de reorganización, hablan de “retomadas” y “recuperaciones” (cf., por ejemplo, Alarcon 2013). Entre mis interlocutores ranqueles, las expresiones más comunes al respecto son “andar en la reivindicación” y “volver”. El primero de ellos se asocia más estrechamente a la militancia indígena y las acciones tendientes a la visibilización en la arena pública de “lo ranquel”. El segundo, aunque implica parte de lo anterior, suele ser más utilizado en relación a los procesos de construcción, en base a ciertas experiencias y deseos, de un sujeto que se autoidentifica como ranquel. Al reflexionar sobre el “volver”, algunos de mis interlocutores se acercan considerablemente a planteos como los de Isabelle Stengers (2017: 8) respecto de la reactivación (reclaiming). Es decir, ellos no necesariamente leen sus proyectos actuales de recuperación como intentos por volver a un estadio previo eliminando o desconociendo el hiato que los separa de la época de sus ancestros o de aquellos que, en sus palabras, eran “indios, indios”. Por el contrario, conscientes de que una historia de violencias, despojos y dispersiones les dejó lagunas e incertidumbres, lo que sostienen estar buscando es revisitar esos momentos de la separación o del desencuentro para generar, desde ahí, nuevas conexiones en el presente.

En este marco, “hacer la espiritualidad” parece ser central, al menos según ciertos líderes y voceros del movimiento ranquel. Como ilustran las palabras citadas al inicio de este apartado, la “espiritualidad” marca la diferencia entre aquel que – siguiendo la metáfora que mi interlocutor allí utiliza –, se “graduó” como ranquel y aquel otro que aún no lo hizo o nunca lo hará. Como muchas veces me fue referido, la espiritualidad “no puede enseñarse”, “nadie te obliga” y “nadie te paga para ir al ngillatun, y si uno lo siente saca de su plata para ir”; es decir, es el resultado natural (y, por tanto, con temporalidades y características muy personales) del camino de cada uno de los miembros del grupo en su reconocerse como tal.[2]

¿Pero qué es esta espiritualidad? Definida en términos amplios y sin entrar en matices, podría decirse que, en boca de quienes propugnan su recuperación, esta espiritualidad remite a una ética de relacionamiento que, cargada por momentos de cierto romanticismo y nostalgia de un pasado que se supone mejor, implica “una vida en libertad y armonía” entre los hombres y con otras entidades no-humanas que incluyen plantas y animales, pero también a la Ñuque Mapu, el Gualicho o Vüta Chaw,[3] entre otros. Las características conviviales (Overing y Passes 2000) que se le otorgan al ngillatun al entenderlo como momento ejemplar de encuentro y conexión con los demás miembros del pueblo ranquel, con los ancestros y con otros seres, de hecho, fortalecen la idea de que la espiritualidad ranquel no es ni solo ni necesariamente un conjunto de creencias en entidades trascendentes, como el término pudiera tentarnos a pensar. Por el contrario, parte de lo que sucede en el ngillatun y algunas de las reflexiones que éste moviliza entre los mimos ranqueles tienen que ver con reconocer o no la existencia de otros seres y reaprender una manera particular de vincularse socialmente con ellos. El ngillatun reactualiza la relación con los ancestros (es decir, con un pasado), fortalece los vínculos sociales del ámbito familiar, comunitario e intercomunitario en el presente y propicia realidades anheladas o proyectos futuros en gestación al poner en diálogo las biografías personales de aquellos que participan en la ceremonia y las relaciones que allí se establecen tanto entre humanos como con seres no-humanos del entorno (cf. Foerster 1993; Golluscio 2006; Ramos 2010; Course 2011).[4]

Según las fuentes, en 1916 (o 1920, según otros testimonios) se organizó el último gran ngillatun entre los ranqueles del oeste de la actual provincia de La Pampa, práctica que fue interrumpida luego a raíz de que la machi (visionaria, guía espiritual, bruja, consejera, según diversas traducciones) catrielera Bibiana García, encargada de llevar a cabo estas ceremonias, muriera en su camino de regreso a su comunidad de origen. Aunque en los años siguientes se continuaron realizando pequeñas rogativas en el ámbito de la familia, dada la falta de una guía espiritual debidamente reconocida como tal, estos impulsos fueron debilitándose y, al perder su característica de reunión multitudinaria, hacia los años 40 el ngillatun dejó definitivamente de hacerse. Sólo las mujeres más ancianas mantuvieron algunas prácticas realizadas por lo general de manera solapada y a la salida del sol, pero fueron falleciendo sin transmitir el sentido de sus acciones a los más jóvenes. Como recuerdan algunos ranqueles de hoy en día, “las abuelas” fueron muy recelosas de sus conocimientos y esto condujo a que recién vuelvan a generarse instancias de diálogo sobre la espiritualidad en el marco de los talleres de lengua ranquel que los pocos hablantes fluidos de la lengua empezaron a dictar a inicios de los años 90.

Ochenta años después de ese gran último ngillatun, en 1996, unas cincuenta personas reunidas como parte del Proyecto de Participación Indígena (PPI) del Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa), improvisaron una nueva rogativa. A pesar de haber sido realizada, como dicen algunos, “sobre la marcha”, incorporando lo que las distintas personas presentes recordaban o sabían, éste fue considerado, en palabras de un lonko, un “hito para el retorno de la espiritualidad”. De allí en adelante, cada vez que se producían encuentros de este estilo, se pedía a Vüta Chaw que la reunión fuera provechosa y, en el cierre del PPI pampeano, al momento de elegir un Cacique Gobernador que representara al pueblo ranquel en su totalidad, se realizó también una rogativa con el objetivo de presentar a Vüta Chaw la candidatura de este cacique y buscar su aprobación.[5] Unos años después se hizo “verdaderamente” – tal como enfatizan quienes estuvieron allí – un ngillatun, que ya no se enmarcaba en contextos de reunión política como los anteriores, sino que buscaba “el mero gusto de satisfacer la espiritualidad”. En el 2001 se instaló el rewe (altar)[6] en Leuvucó, con motivo de la restitución de los restos mortales del Cacique Mariano Rosas (cf. Lazzari 2008) y desde ese momento y de manera ininterrumpida el ngillatun de we tripantu (año nuevo) de cada 23 y 24 de junio se ha erigido como la celebración central del pueblo ranquel.

Quizás porque los asuntos de “la espiritualidad” habían sido conscientemente silenciados y borrados durante generaciones, su desocultamiento no fue tan sencillo e implicó un rodeo: comenzando con referencias a entidades aisladas, de difícil definición y entendidas como “creencias de los antiguos”, se llegó luego a enmarcar esas creencias en un proyecto más amplio y a considerar a la espiritualidad como un aspecto que atraviesa todas las dimensiones de la vida, aunque se cristalice especialmente en la participación de las rogativas anuales. En un movimiento análogo, el ámbito de “lo espiritual” fue dejando progresivamente de ser un mero “anexo” en actividades de otra índole (política, fundamentalmente), para ser apreciado como valioso y suficiente en sí mismo.

Un tercer pasaje debió realizarse en simultáneo: volver a hablar de espiritualidad ranquel implicó (e implica, puesto que es un proceso que no todos los ranqueles han hecho aún, e incluso hay quienes no desean hacerlo) repensar el fuerte vínculo que la mayoría de estas personas tiene con las religiones cristianas y sus iglesias, de las cuales por lo general forman parte activa.[7] Aunque los estudios en Pampa-Patagonia han privilegiado el análisis de la manera como la adopción de la religión evangélica ha supuesto entre la población indígena un quiebre y el abandono o la modificación de prácticas consideradas tradicionales (cf. Foerster 1993; Course 2011: 18), en este caso también parece válido postular lo contrario. El proceso de recuperar prácticas tradicionales ranqueles ha hecho tambalear, poner en entredicho o simplemente ver bajo una nueva perspectiva eventos y experiencias personales relacionadas a otras prácticas religiosas. Volviendo extraño lo familiar (tanto si lo familiar es la religión evangélica o la espiritualidad ranquel), los ranqueles han ido lentamente reformulado uno y otro.

Así, por ejemplo, una mujer que sólo cuando rondaba los 40 años descubrió que tenía ascendencia indígena y que, incluso, era bisnieta de un reconocido histórico cacique ranquel, relee hoy en día situaciones pasadas para aventurar que, quizás, su abuela, que era tan devota del santo Ceferino Namucurá, no creía tanto en los santos católicos, sino que “gustaba de Ceferino porque era indio”. O, por el contrario, un hombre a quien su abuela, salteándose una generación, le enseñó desde niño palabras en ranquel y le transmitió todos sus conocimientos, sostiene actualmente que siendo pequeño o adolescente disfrutaba de ir a la iglesia pero que ahora sabe que eso era sólo por la bolsita de caramelos que les daban al salir, puesto que, en realidad,

“en la espiritualidad ranquel encontré lo que no vi en la iglesia evangélica, ni lo vi en el catolicismo. Al catolicismo la espiritualidad ranquel, en el caso mío, no tuvo ningún problema, no existe contradicción. Yo empecé a cambiar mi visión… […] el Vüta Chaw y la Ñuque Mapu es como más palpable para mí, y realmente si sale un yuyo en la tierra es por la obra de la Ñuque Mapu y si ese yuyo crece es porque la energía del Sol está presente. Yo me hallo más a gusto con eso porque me crié en el campo, qué se yo” [el subrayado me pertenece].

Aunque cada experiencia es personal y particular, todas las trayectorias ranqueles están signadas, de uno u otro modo, por los desafíos que generan “la mezcolanza”, la pérdida y la recuperación. Todas ellas muestran, también, que es dentro de estas narrativas (y no por fuera de ellas ni negándolas o desconociéndolas) que los ranqueles van delimitando qué es ser un ranquel en estos tiempos. No se “hacen” o “crean” como ranqueles de una vez y para siempre cuando el Estado u otras agencias externas los reconocen como indígenas, sino que es preciso que ellos “se vuelvan” ranqueles cada día. Cómo cuidar el rebaño de cabras, de qué manera compartir o no las aguadas, qué diseño de tejido elegir para luego vender en el mercado de artesanías provincial, qué palabras recuperar de una lengua que actualmente sólo unas pocas personas hablan fluidamente, cómo elevar quejas y reclamos al Consejo Provincial del Aborigen, cómo lidiar con las envidias entre los lonkos… En cada ámbito de la vida, personas y familias realizan esfuerzos cotidianos para volverse ranqueles, aun cuando ni siquiera entre ellos haya un acuerdo total respecto de qué significa eso. Estas diferencias de opinión, sin embargo, no resultan problemáticas (y cuando lo son, en general, enmascaran rivalidades personales de otro tipo).

Si, como muestran muchas de las etnografías amerindias actuales, ni siquiera entre parientes hay un mundo común dado de antemano, sino que cotidianamente hay que “hacer parientes” a través de diversos mecanismos que permiten devenir en conjunto con otros, ¿por qué habríamos de presuponer un mundo común más amplio en este caso?, ¿qué tendría de extraño o dificultoso que personas con trayectorias de vida tan diversas puedan confluir, a partir de sus diferencias, en un mismo movimiento de reivindicación étnica? Quizás, como sostiene David Graeber (2015: 11) respecto del fanafody de Madagascar, aquí también estemos frente a una situación en la que la contradicción, el escepticismo y el no-saber más que una dificultad, es algo constitutivo de ciertos mundos. Podemos sugerir, entonces, un primer ámbito de fricciones ontológicas que remite tanto a las categorías de personas posibles como a los tipos de temporalidad pensables. Mientras que en el mundo enactuado bajo los presupuestos del blanqueamiento (Briones 2002) – que, en Argentina, tienen plena vigencia desde el siglo xix –, resultan sospechosas, inadecuadas o incluso impensables identidades que pongan en primer plano la hibridez, en el mundo ranquel esa es la regla y lo difícil de pensar es la situación contraria: personas que de una vez y para siempre sean o no sean ranqueles.[8] Por otro lado, mientras la flecha del proceso de blanqueamiento es unidireccional (y, por tanto, el indígena, una vez civilizado y argentinizado, no puede volver atrás), los ranqueles actúan cotidianamente bajo la idea de que hay caminos multidireccionales desde los cuales se puede reconectar o reaprender aquello supuestamente “perdido” u “olvidado”. En este sentido, mientras que “volver de a poco” resulta en ciertos marcos un contrasentido, en otros es la única vía posible; mientras que para unos la espiritualidad remite a creencias y seres trascendentes, para otros es algo que “se hace” y que refiere al plano de las relaciones. Y más aún, mientras que para unos las alternativas expuestas parecen mutuamente excluyentes, hay mundos otros que se erigen en el vaivén y la coexistencia de todas ellas. Volveré a esto último en el próximo apartado.

Un mundo hecho de diferencias

Mientras para algunos ranqueles, como ya he indicado, la espiritualidad es un punto nodal del “reconocerse” (al extremo de considerar que quien no acepta la efectiva existencia de Vüta Chaw, del Gualicho o de la Ñuque Mapu, entre otros, no es realmente un ranquel), para otros es ingenuo pretender negar décadas de contacto con creencias cristianas y no es posible volver a “las creencias de los antiguos”. A raíz de situaciones como estas, pero ocurridas en el contexto de Madagascar que Graeber (2015: 3) analiza, el autor reflexiona sobre cómo el tipo de discursos autorizados en Occidente – la ciencia, en particular –, determina también nuestro acercamiento a los discursos de aquellos con quienes trabajamos. Les exigimos que operen mediante declaraciones universales y, al hacerlo, desconocemos que la contradicción y las fragmentaciones pueden ser, en ocasiones, centrales. El llamado “giro ontológico”, tan en boga en nuestra disciplina en los últimos años, pretende solucionar parte de estos problemas al erigirse como un proyecto de reflexión teórica preocupado por realizar buenas descripciones etnográficas que hagan justicia a las particularidades de la imaginación conceptual de aquellos con quienes trabajamos, en vez de quedar presas de los compromisos ontológicos que subyacen a los conceptos antropológicos (cf. Holbraad 2012; Holbraad y Pedersen 2017).

Sin embargo, como algunos de sus críticos sostienen, estas propuestas teóricas y metodológicas pecan al reducir la riqueza y la complejidad de los datos etnográficos a meros momentos disruptivos de alteridad radical, presuponiendo que sólo ellos pueden poner en jaque nuestro repertorio conceptual y obligarnos a buscar nuevas formas de descripción. El énfasis en situaciones muy específicas donde la diferencia se pone de manifiesto conduce, según los detractores del giro ontológico, a la exotización y al esencialismo (Bessire y Bond 2014) y achata los mundos sociales al considerarlos transparentes, internamente conmensurables e inconmensurables hacia el exterior (Vigh y Sausdal 2014: 63). Los propulsores del abordaje ontológico en antropología se han defendido de esta acusación de homogeneizar a los colectivos y no dar cuenta de sus diferencias internas sosteniendo que éstas no son analíticamente relevantes, puesto que el objetivo es, más bien, denunciar la existencia de “otra cosa” por fuera del naturalismo moderno. Es en este sentido que puede pensarse la distinción antes postulada entre, por un lado, mundos regidos por el blanqueamiento, las identidades únicas y homogéneas y los cambios unidireccionales y, por otro lado, mundos donde prevalece la hibridez, la duda, la transformación y los cambios en múltiples direcciones.

Si bien postular dichas diferencias ha permitido poner en entredicho la monarquía ontológica occidental, sugiero que contextos que presentan tanta variabilidad interna como el ranquel nos obligan a repensar también la utilidad de este “apartheid ontológico” (Laidlaw 2012). Si las ontologías, al decir de Philippe Descola (2014), son aquellos conjuntos de entendimientos sobre cómo es el mundo, qué tipos de seres lo pueblan y cómo es que éstos se relacionan entre sí, las discusiones que los mismos ranqueles tienen a menudo respecto de la existencia o no de aquellos seres que se hacen presentes en el ngillatun remiten a preguntas que son en sí mismas ontológicas: ¿cómo es el mundo en el que vivimos los ranqueles?, ¿qué seres habitan y actúan en él?, ¿cuáles son las características que otorgamos a dichos seres y, por tanto, cómo debemos o queremos relacionarnos con ellos?

En una ocasión, un lonko me comentó que estaba experimentando cosas que no podía explicar cada vez que participaba de los ngillatun. Describió cómo, en esas oportunidades, a veces las manos o los pies se le movían solas sin que él lo deseara o veía nubes que se acercaban rápido a él y, de igual modo, desaparecían sin que nadie más las hubiera visto. Él había decidido no prestarles mucha atención a estos eventos puesto que, a su entender, quizás eran producto de los nervios por participar en estas ceremonias o de su intención de no perder la concentración en ningún momento de la rogativa. Sin embargo, debió cambiar de opinión cuando vio que, en un ngillatun:

“Ellos [otros dos líderes] estaban en conflicto con el resto de los ranqueles… ha habido otras cosas no sé si materiales, económicas, o que ellos no han interpretado bien al resto de los ranqueles, como que hay un cierto alejamiento, por ahí algunos choques, discusión en las reuniones. Entonces yo en el último tiempo lo había estado observando, y vos sabés que estaba haciendo la ceremonia […] y yo estaba re-emocionado y muy concentrado y vi que había como dos aureolas, como dos círculos, dos aureolas que se le ponían arriba a ellos dos, pero grandes, como si te dijera un círculo de humo. Y se le pusieron un rato largo eh, y yo pestañaba y me rasqueteaba los ojos y volvían. Y estaban ahí y la verdad es que dos cosas pueden ser: que Vüta Chaw los llamó a corrección porque hacen las cosas mal, o que ellos tienen una energía mala y ahí se limpiaron, se purificaron, se volvieron buenos. No sé cómo interpretarlo, porque la verdad es que yo no tengo la autoridad para interpretar esas visiones, pero te digo que pasó”.

“Pero te digo que pasó”. Esto es clave en su relato porque, tal como luego me explicó, al compartir esta experiencia con su familia y otras personas cercanas a él, este líder tuvo que enfrentarse a la sospecha y el descrédito. Sus mismos familiares que, por lo demás, también miraban con recelo a estos dos líderes señalados en el ngillatun, cuestionaban cómo era posible que Vüta Chaw, si es que existe, actuara inmiscuyéndose en cuestiones políticas tan básicas. Se preguntaban cómo este tipo de visiones, producto probablemente de la imaginación de quien las había experimentado, puede servir de prueba para acusar a otras personas de ser malos líderes o cómo pretender extraer de una vivencia tan poco probable (y tan personal) conocimientos claros.

La “ontología política” es descripta por Blaser (2009: 877), en una de sus acepciones, como un campo de indagación que focaliza en los conflictos que emergen cuando dos o más ontologías entran en contacto. El programa de investigación que esto abre plantea, a grandes rasgos, que al interior de los Estados-nación existen múltiples ontologías en permanente transformación. Este “pluralismo ontológico” se manifiesta, por lo general, en enfrentamientos de diverso tipo que, basados en malentendidos ontológicos, cuestionan el presupuesto de que, por compartir una nacionalidad, todos somos modernos, enactuamos un mismo mundo y diferimos únicamente en las perspectivas culturales que tenemos sobre él.

Relatos como el compartido anteriormente me alientan a pensar que no es necesario poner aquí al Occidente moderno − cristalizado en la figura del Estado − frente a los mundos indígenas, para comprobar que hay distintas maneras de componer el mundo que coexisten de manera más o menos conflictiva. En este caso, al menos existe entre los mismos ranqueles un mundo donde sólo la agencia humana es reconocida y donde Vüta Chaw y la Ñuque Mapu son meras creencias de los antiguos, sin ningún tipo de vinculación con la vida cotidiana de los ranqueles actuales, y otro mundo donde estos seres existen, donde las visiones tienen potencialidad epistémica y permiten adquirir conocimientos, y donde la vida cotidiana de los humanos está permeada en todos sus ámbitos por el accionar también de otros seres. Parece posible ser ranquel viviendo en uno y otro mundo y, entre estas dos opciones, en innumerables mundos intermedios parcialmente conectados (Strathern 2004).

¿Qué sucede cuando el giro ontológico en tanto herramienta teórico-metodológica es movilizada en contextos tan diferentes a aquellas realidades etnografiadas en la Amazonía de las décadas de 1970 y 1980 que luego dieron lugar a las variadas ramificaciones teóricas que el interés por las ontologías tiene en la actualidad? Las particularidades de indígenas como los ranqueles, insertos desde hace siglos en relaciones interétnicas con diversos actores sociales, nos alienta a salirnos del foco en la alteridad de ontologías claramente delimitadas, con una diferencia que aparece como radical y monolítica, y nos conduce, en cambio, a explorar diferencias no sólo de otro tipo (es decir, no necesariamente “radicales”, sino más bien contextuales), sino también en otra escala (no ya en un plano mayor, entre dos entidades supuestamente homogéneas, sino al interior de cada una de ellas).

En este sentido, los acercamientos de tipo multimodal como el que proponen los arqueólogos Oliver Harris y John Robb (2012) quizás sean los más adecuados para realizar esa alineación entre la práctica antropológica y la práctica nativa que está en la base más profunda de la propuesta ontológica. Al permitirnos pensar en ontologías incluso allí donde fallan o no están presentes ni la unimodalidad ni la consistencia lógica propia de nuestra manera de entender el mundo, contextos como el ranquel nos alientan a reconocer la fuerza etnográfica del cambio, la hibridez y la contradicción y a explorar maneras de acercarnos teóricamente a ellas. Si, más que pensar en ontologías como paquetes cerrados y estables, seguimos la sugerencia de Harris y Robb (2012) respecto de que todo el tiempo y en cada contexto están operando presupuestos ontológicos de diversa proveniencia, se vuelve posible ya no sólo desbancar la monarquía ontológica occidental para mostrar que otras existen, sino también ver cómo unas y otras se hacen y rehacen de acuerdo a los contextos. En este sentido, las fricciones y los cambios ya no necesariamente deben ser pensados como pasajes radicales de una ontología a otra, sino más bien como pequeñas o grandes alteraciones en el balance de las múltiples perspectivas y teorías que, a cada momento, acompañan las inferencias e ideas que las personas tenemos respecto del mundo en que vivimos.

Reflexiones finales

Los ranqueles con quienes trabajo indican en sus prácticas y discursos diarios que las lagunas, las contradicciones, los no-saberes y las trayectorias tan variables no atentan contra la posibilidad de crear y mantener un colectivo al que denominan “ranquel”, incluso si éste está permeado por diferencias internas sustanciales en cuanto a cuestiones tan básicas como las maneras de entender cómo el mundo es. Como procuré mostrar, el proceso aún en marcha y siempre inacabado de recuperación de la espiritualidad ranquel genera, tanto entre ranqueles como entre antropólogos, reflexiones que pueden ser consideradas del orden de lo ontológico. Por un lado, pone de manifiesto que es posible un mundo de identidades fluctuantes y siempre hechas y rehechas de múltiples maneras y a partir de variadas fuentes. En este mundo de hibrideces y cambios en todas las direcciones, el “volver de a poco” a “lo ranquel” no sólo es posible sino también deseable. Por otro lado, las reflexiones sobre la espiritualidad permiten asir también desacuerdos que son producto de esta variabilidad inherente al mundo ranquel y que dan lugar a fricciones donde lo que está en juego es, justamente, el definir cuáles son los existentes del mundo, qué características tienen y cómo se espera que establezcan relaciones entre sí. He intentado ensayar en estas páginas la idea de que, si observamos a los ranqueles, quizás aprendamos que ni “identidad” (ni “diferencia”, ni “similitud”), ni “pertenencia étnica”, ni “espiritualidad” son términos tan transparentes como a primera vista nos parecen y, más que ser explicativos, deben ser explicados en diálogo con las ideas que, a este respecto, tienen los propios ranqueles.

Entiendo que dejar de ver el mundo del otro como variación enriquecida o empobrecida de nuestro mundo – como el giro ontológico promulga actualmente – no implica irse hacia el extremo contrario, asumir necesariamente la existencia de un mundo completamente otro y postular una diferencia radical. Aunque tal alteridad pueda existir, en la actualidad los pueblos indígenas están, en mayor o menor medida, insertos en relaciones interétnicas de todo tipo y con vínculos estrechos con agentes del Estado y del capitalismo, y la mayor parte de las veces, más que grandes divisores, encontramos pequeñas diferencias de intensidad. Para una disciplina como la antropología, que nació teniendo a la alteridad como su preocupación central, el desafío de hoy en día tal vez sea, como sostiene Latour (1991), entender que allí donde las diferencias binarias se desdibujan, aparece la multiplicidad y la pequeña variación en cada punto. Como he pretendido sugerir, las “múltiples ontologías”, entonces, no necesariamente deben remitir a paquetes cerrados que existen unos junto a otros y que entran en relaciones armónicas o conflictivas. Por el contrario, en ciertos contextos, esta multiplicidad ontológica parece, más bien, hablarnos de la manera como las ontologías, en su hacerse, se hibridan, se conectan parcialmente o se superponen, dando lugar a formaciones que pueden estabilizarse, pero que pueden también mantenerse siempre en perpetua transformación.

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Receção da versão original / Original version  2018 / 05 / 15 Aceitação / Accepted      2019 / 11 / 18

Notas

[1] Esta publicación, así como el trabajo de campo etnográfico que le da origen, ha sido financiada mediante una beca doctoral otorgada por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina durante el período 2015-2019. Una versión preliminar de este texto fue presentada en el coloquio “Debates sobre Giro Ontológico y Cosmopolíticas” desarrollado en Buenos Aires en diciembre de 2016. Agradezco a Ana Maria Ramo y Affonso y a Renato Sztutman por sus comentarios en aquella ocasión que enriquecieron mis reflexiones de cara a esta publicación. Agradezco en igual medida a los miembros del Núcleo de Etnografía Amerindia por la generosidad de sus lecturas y sugerencias y, finalmente, al evaluador anónimo, cuyas preguntas me incitaron a releer y mejorar mis argumentos.

[2] Ngillatun, kamarikun, ngellipun o camaruco son los nombres que, de acuerdo a la región, recibe la ceremonia religiosa anual de pedido y agradecimiento que reúne a la mayoría de los miembros del pueblo. Para una descripción del evento tal como ocurre en contextos mapuche del sur chileno, cf. Bacigalupo (2007) o Course (2011: 138-259).

[3] Vüta Chaw, también referido a veces como Ngünechen, se traduce literalmente como “Gran Padre” y, por lo general, es asociado a algún tipo de deidad o potencia superior. Ñuque Mapu, literalmente: “Madre Tierra”. Gualicho, entidad maligna, representada normalmente como un caballo con ojos rojos o como una lechuza. La vaguedad y amplitud de las definiciones responde a que ninguno de los tres términos tiene una única acepción, sino que depende de las personas a las que se las consulte e, incluso, de los contextos en los que se lo haga.

[4] Nótese que la bibliografía reunida aquí y en referencias posteriores de este texto remite, por lo general, a investigaciones llevadas a cabo con población mapuche tanto de Chile como de Argentina. Establezco el diálogo con estas producciones ante la falta de trabajos que aborden estas dimensiones para el pueblo ranquel. Mapuches y ranqueles han estado socioparental, económica, lingüística y culturalmente vinculados tanto en tiempos pasados como, con otras características, en el presente.

[5] Según la resolución n.° 4811/96 de la ex-Secretaría de Desarrollo Social de la Presidencia de la Nación Argentina, toda comunidad que desee tramitar su personería jurídica y quedar inscripta en el Registro Nacional de Comunidades Indígenas del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (Renaci, INAI) debe, entre otros requisitos, presentar una “descripción de sus pautas de organización y de los mecanismos de designación y remoción de sus autoridades”. A fin de cumplimentar tal condición los ranqueles han retomado y resignificado algunas de las figuras que, antes de la conquista, ocupaban cargos de jerarquía en su sociedad: Caciques o lonko, lenguaraces o werken, guías espirituales o machi, etc. Con el mismo espíritu, todas las comunidades de la provincia se reúnen periódicamente en Parlamentos o Travun para la toma de decisiones.

[6] Rewe es traducido como “ombligo” o “lugar puro” y se lo describe generalmente en analogía con un altar. Consiste en un tronco con cortes a modo de escalones que se entierra parcialmente en medio del campo de ngillatun y que sirve como lugar alrededor del cual se congregan quienes participan de la rogativa.

[7] El evangelismo ingresa en el oeste pampeano hacia la década de 1970, época en la que la presencia salesiana y sus “misiones volantes”, imperantes desde fines del siglo XIX, comienza a decaer. Aunque no reemplaza completamente a la Iglesia Católica, muchos de quienes antes eran sus fieles pasan a conformar las filas “del culto”. Las iglesias de mayor raigambre en la actualidad son la Pentecostal Argentina, la Biblia Abierta y la Asamblea de Dios, cada una de las cuales cuenta con su propio templo en la mayoría de las localidades.

[8] Remito aquí a la lectura del trabajo de José Antonio Kelly (2016) quien desarrolla, in extenso y para el caso Yanomami, lo que el autor denomina “anti-mestizaje”, es decir, una forma indígena de producir “mezclas sin fusión”: “mezclas” en las que queda claro el origen variado de los elementos que la constituyen. El autor contrasta estos posicionamientos indígenas con los acercamientos respecto del “mestizaje” que prevalecen en la sociedad nacional venezolana.

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