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Revista Diacrítica

Print version ISSN 0807-8967

Diacrítica vol.26 no.2 Braga  2012

 

Informe para una academia o elogio de la filosofía

Nel Rodríguez Rial*

*Universidade de Santiago de Compostela,Galiza, España

nelrodriguez@movistar.es

 

Estimados colegas y amigos de esta pequeña Academia luso-galaico de Filosofía. Gracias en nombre de todos los que venimos de las tierras galaicas del norte, por acogernos, una vez más, en esta nuestra segunda casa, que es el Instituto de Humanidades. Cada dos años renovamos el placer de encontrarnos y regalarnos los unos a los otros el preciado don de la palabra filosófica y la gracia de nuestros más personales y sinceros afectos. Este noveno encuentro es especial, pues uno de los fundadores de estos simposios, nuestro bienquerido profesor Acilio, ha decidido abandonar el recinto sobrio y laborioso de la Academia para gozar a tiempo completo del regalado jardín de la vida. Creo que se tiene bien merecido tan jubilar disfrute. Han sido muchos años de esforzado y entusiasta trabajo para enriquecer este Instituto y para que llegara a ser una referencia ineludible no sólo en los estudios, sino también en la creación y vida filosóficas de Portugal.

Como profesor ha alcanzado el rango académico de mayor excelencia, siendo maestro de muchos de nosotros en el difícil arte de pensar, mostrando siempre un entusiasmo intelectual y cordial por la filosofía, así como una pasión irrefrenable por la palabra bien dicha, salpimentada de un cierto humor e ironía, por cierto, muy portuguesa. ¡Y qué decir de él cómo persona, sin que el alago le ruborice! Creo que pertenece a esa especie de hombres ya en extinción que poseen la rara y antigua cualidad de la bonhomía, individuos que se han esforzado en construirse un alma cultivada y libre, una inteligencia lúcida y tierna al mismo tiempo; hombres que se distinguen por la fortaleza y ecuanimidad de su juicio, por la nobleza de su espíritu, por la probidad de su corazón. Tres gracias del alma que, cuando se las practica en nuestros ingratos días, suelen venir acompañadas casi siempre, para desgracia de todos, de algunas coronas de espinas. Mas sobre esa cabeza de senador romano “reformado” que tiene nuestro admirado colega, yo quisiera colocarle hoy, al inicio de este encuentro en el que le homenajeamos, una humilde coronita de laurel en reconocimiento y gratitud por haber sido, junto con el profesor Xosé Luís Barreiro (que también disfruta del placer de la “reforma”) el inspirador y animador de estos encuentros. Más también merece el laurel por el compromiso firme e irrenunciable que ha mantenido a lo largo de su vida de poner su voz y su talento filosófico, no al servicio de los dueños y amos de la tierra, sino de aquellos que son esclavos y sufridores de la Historia. Como decía Séneca, “vana es la palabra del filósofo que no remedie ningún sufrimiento del hombre”. Es, pues, con la fraternidad humana y filosófica que nos venimos profesando desde aquel lejano año de 1999, cuando tuve la fortuna de conocerle al asistir a un curso de doctorado que impartía en nuestra compostelana Facultad, que quisiera agradecerle cuanto ha hecho y, espero seguirá haciendo, por la filosofía en estos tiempos de naufragio social tan necesitados de ella.

**

Los títulos de los trabajos y de las conferencias suelen aparecer un poco fortuitamente, cuando uno ha escrito buena parte de los mismos, y trata de ajustar lo prometido por el título con lo realmente escrito y ofertado al lector o al oyente. En este caso, nuestro título –“Informe para una Academia o Elogio de la Filosofía”- ha sido previsto e intencionado: como pueden observar es casi un oxímoron: raro es que un Informe pueda al mismo tiempo ser un Elogio. El primero, el Informe, parece demandar conocimiento detallado de la realidad informada, así como seriedad, rigor y cientificidad en los análisis del problema o de la circunstancia estudiada; mientras que el segundo, el Elogio, parece exigir contento, gozo y ligereza en el pensar y en el decir de lo que se pretende ensalzar. Siguiendo las inclinaciones naturales y también las apetencias personales, he preferido hacer el Elogio, y convertir a éste en una especie de heterodoxo informe para esta pequeña y recogida Academia luso-galaica de filosofía que formamos. El título kafkiano de nuestro trabajo (“Informe para una Academia”), revelará su razón de ser al final de nuestra intervención, cuando hable de que el ejercicio de la filosofía, hágase en los centros académicos o fuera de ellos, debe ser siempre un trabajo gayo y ludopático, realizado con una liviandad, una ligereza y una alegría que calificaré de simiescas. Por eso me gustaría que este Elogio-Informe no tuviera la pesantez y la seriedad humana con la que se suele expresar este evolucionado y sesudo primate llamado homo sapiens, mucho más grave y trascendente en su decir si éste oficia de filósofo.

Me he esforzado en realizar un ejercicio de libre pensamiento sobre este viejo oficio de la filosofía que, en muchos de nosotros, quisiera creer que en todos, es más una vocación que una mera profesión con la que nos ganarnos económicamente la vida. No he querido hacer una reflexión sociológica sobre los cambios profundos que está viviendo la Academia universitaria a raíz de la honda mutación que los nuevos medios tecnológicos de la información están a generar en las formas de trasmisión y aprehensión del saber, que afectan también al ámbito de la educación filosófica. Tampoco he querido desazonar mi intervención analizando esta “universidad a la bolognesa” que nos están cocinando los dueños de Europa; una universidad cada vez más entregada a los intereses particulares de los poderes económicos y también políticos, que la está arrastrando a mermar notablemente en su autonomía e independencia, en su libertad de investigación y en su autogestión democrática. He preferido realizar una reflexión más modesta sobre la naturaleza particular del arte de pensar que es la filosofía, de cómo entiendo nuestra vocación filosófica, así como hablar de ciertas exigencias pedagógicas que su educación plantea a la Academia.

1.Los filósofos, argonautas del espíritu, guardianes del fuego sagrado.

Quisiera iniciar mi Elogio recordando la naturaleza luciferina, entre demoníaca y divina, de nuestra vocación filosófica.

Confío en no ser acusado de logocentrismo si afirmo que los filósofos, al igual que el resto de nuestros semejantes, habitamos en la noche profunda y misteriosa del universo iluminados no sólo por el fuego de innumerables astros que gravitan sobre nuestras perplejas cabezas, sino también iluminados y esclarecidos por ese otro “lumen naturale” que es el logos. Nos hemos elevado hace milenios de la tierra oscura, nos hemos erguido del suelo maternal de este perisolar planeta que habitamos, nos hemos despertado al cosmos y maravillado de la belleza y magnificencia de la creación entera gracias al poder iluminador del logos. Mas también gracias a él, nos sabemos seres finitos, conocedores del indefectible destino que nos aguarda: ser un día huéspedes del barquero que atraviesa el Aqueronte, futuros habitantes de esa “tierra de nadie” que es el Hades. Mientras esa fatídica hora no llegue, contentémonos con vivir y vagar en esta tierra media de los mortales que se extiende entre los confines de los cielos y las puertas del Averno, entre las oscuras cavernas horadadas por los demonios y el Olimpo sagrado habitado por los dioses.

Contentémonos, no resignémonos. Hemos nacido por la luz y para la luz; se nos ha dado un cuerpo erótico destinado a la alegría, no a la pesadumbre; la hermosura, el esplendor y misterio del universo nos obligan al agradecimiento, nos convocan e invitan al himno y al canto, no a la lamentación y al llanto. Somos animales despiertos en la noche del cosmos; somos argonautas embarcados en este frágil bajel que es nuestra “arca-orignaria-Tierra”, como le llamó el sabio Husserl; seres vigilantes que, en su extrema soledad cósmica, escrutan e interrogan los océanos siderales en busca de una tierra firme, de un puerto seguro al que arribar. Mas hoy, en esta postmodernidad ya declinante, empezamos a sospechar que más allá de los lejanos y huidizos horizontes no existen refugios tranquilos en los que engolfar nuestra nave, ni lugares firmes en los que echar pie. Hemos de acostumbrarnos a vivir y a pensar sin sólidos fundamentos, sin instancias últimas o primeras, que tanto da; hemos de vencer el temor de sentirnos ya sin la presencia y el auxilio de las divinidades, hemos de curarnos del extremo espanto que nos pueda producir la huida y desaparición de los dioses en el crepúsculo de este secularizado tiempo.

Desde siempre, este animal asustadizo, desvalido y desamparado que es el hombre se ha servido del poder del logos para vencer el miedo; ha podido medicar el oscuro temor con el auxilio esclarecedor de la razón; ha logrado conjurar el espanto y el terror gracias al prodigioso poder terapéutico y taumatúrgico de las palabras; ha vencido su cósmica soledad gracias a la capacidad conectiva e intersubjetiva que le brinda el lenguaje. Diálogo y encuentro con los celestes, con el cielo que nos cobija y la fértil tierra que nos acoge y alimenta, diálogo con los demás mortales que nos acompañan, y diálogo y encuentro con nuestro más secreto yo en la sonora soledad de uno mismo. Somos hijos de la luz: nuestra madre, Physis, ha combinado y trenzado durante milenios y milenios los hilos del azar y la necesidad para construir una mecha y encender un pábilo de luz en la candelita vacía de nuestras cabezas. Tenemos, pues, una naturaleza solar; somos animales iluminados e iluminadores, portamos con nosotros la luz y damos la luz; gracias a ella somos animales luciferinos que habitamos en la vecindad del Ser y que nos asomamos, también, a los abismos de la Nada. Somos los únicos animales poseedores del fuego sagrado. Éste es nuestro extremo poder y, por ello, nuestra más extrema responsabilidad.

El fuego del logos, de la razón, y la fuerza de las palabras, como todo fuego y fuerza, pueden ser creadores o destructores, pueden darnos la vida o quitárnosla, pueden hacer de este nuestro mundo un plácido paraíso o un trágico infierno. Porque, en efecto, en este campo de pelea que es el mundo, las fuerzas de Eros y Thánatos, la pujanza blanca y gozosa de la Vida y el impulso negro y destructor de la Muerte rivalizan y pugnan por ofrecer cada uno el más grandioso de los espectáculos ante los ojos pasmados de los mortales. Ya sabemos que, en no pocas ocasiones, la destrucción causa mucho más asombro y hasta admiración, que la creación. Si no hubiese perplejos y desconcertados espectadores de este mundo, de un mundo en el que se despliega el espectáculo de la vida y la muerte, de la generación y la corrupción, las lenguas no se desatarían y los dulces cantos de Mnemosine, la Memoria, no halagarían los oídos de los mortales con historias inmortales. Como decía Píndaro, “las cosas referidas, si han sido bien dichas, caminan hacia la inmortalidad”.

Por esta razón, ¿no es realmente maravilloso constatar que el hombre haya irrumpido como un rayo de luz en la noche oscura del cosmos y se haya hecho dueño del logos y del fuego divino de las technai o artes, entre ellas ese arte de pensar que es la filosofía, sólo para poder celebrar con dulces pensamientos y cantos la gloria del mundo en el que gozosamente pueda estar, o condenar también, ¡por qué no!, con iracundas y amargas palabras, mas no por eso menos bellas, los infiernos en los que, por veces, se abisma su vida? “Mundus nigrum, sed formosus”. Sí, el mundo (como las personas) puede llegar a ser infernal y oscuro, y no por ello dejar de ser hermoso y misterioso, algo digno de ser admirado, alabado y pensado por poetas o filósofos.

2. El pasmo y la admiración como origen de la filosofía y la Academia como escuela del mirar asombrado.

Es por este desbordante poder expresivo del mundo, por el embrujamiento que él nos causa, por la sorpresa y el misterio que destila en nuestros perplejos y asombrados corazones, que las lenguas del orante, del poeta o del filósofo se desatan, que las manos del pintor o del músico se agitan, que el cuerpo del actor o del bailarín dramatizan o danzan. El cuerpo, las manos, las palabras toman entonces la forma de un himno a lo creado o de una elegía a lo fenecido, adquieren la naturaleza filosófica, poética o plástica de la alabanza o de la condena de todo cuanto se da a sentir o a inteligir, de todo lo que nos resulta asombroso o inaudito, hermoso o maldito. En verdad, el preguntar filosófico que hemos de ejercer los profesores antes nuestros alumnos en la Academia no debiera perseguir otra cosa que acrecentar este misterio de la vida y del mundo, no rebajarlo o matarlo con respuestas facilonas y falsas, y con mayor motivo hemos de procurar no hacerlo en este nuestro tiempo caracterizado por una cultura que hace todo lo posible para banalizar la vida y vaciar de toda magnificencia y secreto el mundo.

¡Cuánta razón llevaban nuestros clásicos griegos cuando afirmaban que la vocación filosófica nace y se mantiene viva gracias al pasmo! Cierto: no puede haber un verdadero pensador, tenga la edad que tuviere, si no posee la virtud de asombrarse! Aristóteles decía en el libro de la Metafísica que fue la admiración lo que inicialmente empujó a los hombres a filosofar! ¡Ay del profesor y de la Academia que en lugar de excitar y potenciar tal capacidad en sus jóvenes alumnos, la mermen y maten! Como sugería, creo que no sólo la filosofía, sino también la religión y el arte tienen su lugar de origen en esta actitud de pasmo ante el misterio del mundo, en esa capacidad de sorprenderse e interrogarse sobre cómo ha sido posible tan portentoso milagro: que el cosmos sea y sea también yo en él. Tal vez el poder de admiración y de asombro, de thauma, no sea sino ese don con el que la Naturaleza nos alejó un poquito del resto de los animales y nos acercó algo más a los dioses. Confieso que fue este terrenal asombro estético una de las fuentes que alimentó mi religiosidad juvenil; que fue la fuerza naturante y expresiva de lo real, la extraña y misteriosa, mas siempre maravillosa presencia del mundo, su cada día renovada faz la que me invitó y forzó cuando adolescente enfermo a la adoración, a la meditación filosófica y a la creación plástica. Y no creo equivocarme si afirmo que también ella ha sido la culpable de que todos los que aquí estamos hayamos decidido un buen día, cuando jóvenes, entrar en la Academia y entregarle lo mejor de nuestra vida a la filosofía, en la confianza de que ésta nos regalaría y recompensaría con una mayor capacidad de admiración y asombro respecto del misterio y belleza de la propia vida. ¿No es esta extrañeza y riqueza, esta perenne novedad y magnificencia del mundo, productora de admiración y pasmo estético-filosóficos, lo que canta y agradece también en su plegaria poética esa alma que uno siente gemela, el alma del pasmado guardador de rebaños Alberto Caeiro?

E o que vejo a cada momento Que tería unha criança se, ao nasçer,
E aquilo que nunca antes eu tinha visto, Reparasse que nescera de veras…
E eu sei dar por isso muito bem Síntome nascido a cada momento
Sei ter o pasmo conmigo Para a completa novidade do mundo…

¿Quién de nosotros posee esa capacidad de pasmo, de sorprenderse con la completa “novidade do mundo” cuando despierta cada mañana y abre de nuevo, una vez más, las ventadas de su vida? Adquiramos la sabia inocencia y pasmo del inspirado “guardador de rebanhos”, la conciencia de reconocer que es la Naturaleza quien nos habla y se expresa; tengamos con nosotros la certeza de que es son el Ser, la Naturaleza, la Tierra, quienes inspiran, alientan y hasta fuerzan al artista y al pensador a la creación: “Has de cantar / meniña gaitera, / has de cantar, / que me morro de pena.” Rosalía sentía que era la Tierra, su amada y dolorida Galicia, la que le invitaba y forzaba al canto y a su saudoso llanto poético.

Seamos, pues, fieles a la Tierra, como nos aconsejaba el Zaratustra; seamos fieles a esa filiación misteriosa que mantenemos con la Naturaleza. Cuando filosofemos, curémonos de toda soberbia vital recordando que somos sólo estrellas fugaces alumbrando por unos breves instantes en ese Fondo (Grund) sin fondo que es la Naturaleza, que los cimientos de nuestra existencia se hunden en ese abismo (Abgrund) de los abismos que es el universo, y que somos continuamente portados, requeridos e interpelados por ese misterio de los misterios que el cosmos es. ¡Cuánta razón tenía Heidegger cuando decía que Filosofar es “el extraordinario preguntar por lo extraordinario”[1]! Y lo inexplicable y extraordinario es que haya algo y no más bien la nada, lo misterioso es este estar siendo a una con el ser del mundo, lo enigmático es esta co-presencialidad mía con lo real y de lo real conmigo, este estar en los adentros y en los afueras del Ser al mismo tiempo, en fusión y fisión con él, participando en intimidad y en distancia de su poder ontológico, de su capacidad poiética o creadora, de sus posibilidades epifánicas.

Puede que el lenguaje, amén de ser un instrumento de comunicación entre los humanos, surgiese en el hombre primitivo por la necesidad de responder a esa prose du monde de la que hablaba Merleau-Ponty, a la necesidad de cantar la gloria y el carácter excelso del mundo. Tal vez éste haya sido creado, en su desbordante belleza y magnificencia, para ser visto, pensado, ensalzado, cantado o pintado. ¿No fue Mallarmé quien primero sugirió que “todo, en el mundo, existe para acabar en un libro” y no fue también, años más tarde, Paul Valéry quien completó lo dicho por Mallarmé al añadir que este mundo se ha hecho para acabar en un libro, sí, mas en un “bello” libro[2]? Pero antes que ellos, fue Píndaro, en su desaparecido Himno a Zeus, el que nos relató que, tras la victoria sobre los Titanes, Zeus preguntó a los demás dioses si echaban a faltar algo en el mundo, y éstos le respondieron que lo que faltaba era “una voz para alabar las grandes obras y la completa creación en palabras y música”.

La presencia, pues, de lo divino se hace presente a través de la apariencia numinosa y misteriosa del mundo. Deus sive Natura. Quien les habla sólo es creyente y practicante de la religión espinozista. En efecto, es la Natura naturans la que es sagrada, es ella la que se manifiesta magnífica y maravillosa a través de los grandes acontecimientos que crea y produce: la explosión y aparición de las ingrávidas y errantes galaxias y estrellas en el firmamento, los sístoles y diástoles de las energías telúricas por las estaciones, la pujanza renovadora y vivificadora de la sabia, estallando bajo los tegumentos tiernos y verdes de las yemas por primavera, el poder alumbrador y destructor del rayo, la profundidad y silencio enigmáticos del cielo estrellado… Es a esa Naturaleza poiética y creadora a la que el hombre primitivo miraba y adoraba, es en la contemplación de estos acontecimientos cósmicos, poderosos y hermosos, en los que el ser humano desde siempre despertó, como digo, su impulso religioso, estético y filosófico.

Tal vez, el filósofo y el poeta no hayan nacido sino para pensar y cantar estos eleusinos misterios. En efecto, creo que una meditación filosófica profunda y sabia, como un bello soneto o un hermoso cuadro acaban siendo un paraíso para los ojos del cuerpo y del ama, un jardín en el que florecen por vez primera ciertas formas y sentidos nunca vistos ni comprendidos por hombre o mujer algunos; colores, ritmos, metáforas, sonidos, pensamientos nuevos que tiñen de claridad, o por usar la feliz expresión del poeta Salinas, “de hermosura y luz no usada” el mundo. Sí, mañana del mundo que, en manos del artista o del filósofo inspirados, alborea con galas y brillos nuevos. Hora matutina e inmaculada la del arte y la de la filosofía, hora en la que la mano y la mente, en la que el pincel y la pluma abren las anchas alamedas a una primavera del mundo, que es siempre una primavera para los ojos del cuerpo y del alma. Y la verdad es que el mundo es siempre una “completa novidade”, como decía o guardador de rebanhos, una eterna mañana para aquellos ojos y manos que saben abrirse a la intimidad de las cosas, al misterio de lo cotidiano; que se dejan interrogar por lo extraordinario que se inscribe casi siempre en el corazón escondido de los hechos y entes aparentemente más ordinarios, familiares y vulgares. Sí, como ya había sugerido el sabio de Mileto, Tales, en las más sencillas y humildes cosas habita un daimon. “¡Ah! Todo es paraíso para el ojo que sabe ver, que gusta de ver.”[3], exclamaba Gaston Bachelard.

¿Acaso es necesario que recuerde que los filósofos y poetas con talento rara vez piensan y escriben mientras pueden ver? ¿Recuerdan la fenomenológica sabiduría de nuestro guardador de rebaños?: “O mundo não fez para pensarmos nele / (Pensar é estar doente dos olhos) // O essencial é saber ver, / Saber ver sem estar a pensar, / Saber ver cuando se vê / E nem pensar quando se vê / Nem ver quando se pensa”. En efecto, debiéramos modificar ligeramente el clásico adagio, “Primun vivere, deinde philosophari”, por este otro: “Primun videre, deinde philosophari”, y situarlo en el frontispicio de nuestra Academia a fin de que, los que en ella entren, sean alumnos o profesores, no se llaman a engaño sobre lo que en la vida del filósofo es prioritario. Si, primero es el placer de ver, luego el gusto de pensar. No se trata, pues, de que el pensamiento anteceda o suplante al ver, sino que hemos de entender el filosofar, como también el poetizar, el novelar o el pintar, como un ver de otra manera lo visto, para mejor volver a verlo después; filosofar es elevar a concepto lo visto y vivido a fin de que lo vivido y visto alcancen más luz y claridad en el mediodía del lenguaje y del pensamiento. El pensar, como el poetizar, debieran ser siempre rodeos que da el vivir para lograr luego un más verdadero, bueno y gustoso vivir.

3. De la verdadera sabiduría y del filósofo como un gourmet.

He de confesar que el hombre sabio no es, como se cree, aquél que acapara el saber por el saber, pues la erudición es tan sólo el capitalismo del alma. El hombre que se quiere sabio es aquél que pone su espinoziano conatus intelligendi, su impulso o apetito de conocer, al servicio del conatus essendi: del impulso por perseverar y enriquecer su ser. El hombre cultivado y sensato es aquel que sabe servirse de lo que sabe para llegar a ser un hombre verdadero, bueno y justo, más también un hombre manso y tierno de corazón, sensible a las bellezas de este mundo, como lo que era San Francisco de Asís y como lo eran todos los místicos que ascendían hacia el Creador a través de la escalera de sus criaturas, quedándose pasmados y arrobados, cual guardadores de rebaños, ante la magnificencia y el brillo del mundo: “Gocémonos, Amado, // y vámonos a ver en tu hermosura// al monte y al collado, // do mana el agua pura; // entremos más adentro en la espesura” // -escribe San Juan de la Cruz en su Cántico Espiritual - las montañas, los valles solitarios nemorosos,// las ínsulas extrañas, los ríos sonoros,// el silbo de los aires amorosos. La noche sosegada, en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora”. Se trata, como ven, de amar el jardín terrenal como vía de ascenso hacia el jardín espiritual.

La verdadera sabiduría, pues, no es la de la razón sino la del co-razón, la de esa otra razón cordial que posee la carne sensibilizada por el amor, que es la que nos posibilita unirnos en abrazo erótico con las cosas. No he encontrado hasta ahora una definición de lo que es la sabiduría que supere a aquella que dio hace ya muchos siglos Petrarca. En su obra De vera sapientia, nos dice en qué consiste ser sabio. Afirma allí: “De la misma manera que la sabiduría recibe su nombre de gustar (sapere), así debemos considerar como hombre sabio a aquel que se abre al gusto de las cosas”.

¿Puede alguien imaginar una definición más hermosa? ¿Por qué extraña perversión hemos podido olvidar que el verbo “saber” pertenece al orden del paladar y del gusto, y no al del intelecto? En efecto, estimo que fue muy mal definido el filósofo cuando se le presenta como un aficionado o amante del saber. No, el filósofo, el hombre sabio, es un gourmet, un experto en sapideces, en los saberes de las cosas, esto es, en sus sabores. Creo que en ello está el secreto, mis queridos amigos, de una vida feliz. Ser sabios es alcanzar la capacidad de gustar del mundo para entrar en su intimidad y conocerlo; es paladear la presencia y evidencia irresistible de las cosas a fin de saborear la riqueza de sus casi infinitas propiedades sensibles y de los infinitos sentidos que ellas nos libran en su glorioso, pródigo, más también siempre fugaz y precaria aparecer. ¡De qué nos valen los muchos saberes y conocimientos si no nos permiten tener los sabores y gustos de las cosas!

Como recordaba antes, ésta debiera ser una de las principales funciones de los profesores y maestros de la Academia: potenciar este asombro, este empático gusto y admiración por la belleza y misterio del mundo que es la madre de todas las interrogaciones y de todos los pensares. Por eso, en la Academia, antes que poner el énfasis y la mente en los sistemas filosóficos, habría que poner el ojo sobre el mundo y los ricos y variopintos fenómenos que él nos ofrece; más que buscar respuestas, habría que provocar admiraciones, dudas y perplejidades; en fin, más que enseñar filosofía, habría que enseñar a filosofar.

4. La filosofía como téchne o arte de pensar: la obligación de la Academia de enseñar a filosofar, enseñando filosofía.

Diariamente solemos dejar nuestras casas, la vida de nuestros intereses y quehaceres cotidianos, de nuestras preocupaciones y ocupaciones habituales, para recogernos en el edificio de la Academia, en el cual, según el rótulo que muy atinadamente lleva, se nos debiera facultar para la filosofía. Sin embargo, hemos de reconocer que, desgraciadamente, en estas instituciones públicas no se trata tanto de pensar, sino más bien de aprender lo que unos han pensado para luego enseñárselo a otros. Todo en la Academia está organizado a fin de cumplir con las funciones reproductoras del saber. El consejo dado por Kant -no se trata de aprender filosofía, sino de aprender a filosofar[4]- parece haberse olvidado. No nos hemos curado aún de aquel viejo vicio, criticado ya por el sabio Montaigne, según el cual no hacemos sino dedicarnos a interpretar libros, a elaborar textos sobre textos, olvidándonos de pensar sobre la vida que discurre a nuestro lado. Por esa razón, un filósofo desamparado como Kierkegaard pudo decir que la filosofía es el alma seca de la vida: vigila nuestros pasos, pero no los amamanta.

La filosofía académica ha de conjurar, pues, esa tentación de excesivo ensimismamiento, esa actitud autista y nostálgica por la cual se cuenta a sí misma, una y otra vez, su propia historia. La filosofía que se enseña en las Facultades y se publica en libros suele ser casi siempre historia de la filosofía. Por lo visto es este un mal que arrastramos desde antiguo, pues si Montaigne se quejaba ya en su tiempo, a mediados del siglo XIX, Schopenhauer volvía a denunciar el mismo vicio cuando, en Sobre la voluntad en la naturaleza, escribía:

"Gastase hoy en día, por lo general, demasiado estudio en la historia de la filosofía, por ser ésta, en virtud de su naturaleza misma, a propósito para que el saber ocupe el lugar del pensar, y cultívasela precisamente con el propósito de hacer consistir la filosofía en su historia"[5].

En efecto, los profesores de filosofía perdemos mucho tiempo y una energía excesiva en labores de exploración bibliográfica y de hermenéutica textual, a fin de arrojar claridad sobre obras que otros han escrito. ¡Cuánta razón tenía George Simmel cuando sugería que había “tres categorías de filósofos: los primeros escuchan latir el corazón de las cosas; los segundos, sólo el de los hombres, y los terceros, sólo el de los conceptos; y hay una cuarta categoría (la de los profesores de filosofía), que sólo escuchan el corazón de la bibliografía.”[6]

No presuman, sin embargo, que con ello invito a despreciar este ejercicio de encuentro con las obras de los pensadores que nos precedieron. Conviene no ignorar que, en buena medida, el hábito del filosofar se arraiga y desarrolla a través de un esfuerzo continuado de diálogo entre los filósofos vivos y los filósofos muertos.

El conocimiento de los sistemas filosóficos sólo debe ser un puente tendido para comprender y tratar de resolver los problemas que nuestra vida y nuestro tiempo nos plantean, pues, tal como decía Ortega, “pensar es dialogar con la circunstancia”[7]. Por esa razón, el texto y el concepto son el medio; el con-texto, el mundo circundante y los hechos, el fin. Esta jerarquía no debiera ser nunca olvidada, y más hoy, en estos tiempos de hiperinflación hermenéutica, en los que se suplanta con harta frecuencia “la vuelta a las cosas mismas”, por una “vuelta a los textos mismos”. Como afirmaba el dictum latino, “Res, non verba”.

Conviene recordar todo ello en un tiempo en el que se potencia el saber objetivado; un tiempo el nuestro en el que la información no cesa de acumularse en los diminutos cuerpecillos de los chips electrónicos y en las páginas también volanderas de Internet, a las que acuden cada vez más algunos de nuestros corsarios alumnos a piratear “sus” trabajos. Aquí “se” sabe, pero “nadie” sabe; tenemos mucho saber anónimo objetivado, pero casi ninguno personal y subjetivado. Esta pérdida de sabiduría vital en el hombre de hoy me parece dramática, ya que lo incapacita para pensar, para constituir por sí mismo un sentido sobre su propia existencia, para intentar darle, a las grandes preguntas que le suscita la vida, una mínima respuesta. Por esta razón el hombre de este postmoderno tiempo vive cada vez más desnortado. Hannah Arendt resumía esta situación muy gráfica e irónicamente diciendo que “nunca fuimos tan deprisa hacia ninguna parte”.

Creemos, pues, que, en la Academia, el profesor ha de aprovechar la obligación de instruir para ejercer la devoción de educar; y el alumno ha de aprovechar la obligación de saber filosofía, para ejercer la devoción de aprender a filosofar. Y el arte de filosofar, como toda téchne, habilidad o destreza, se aprende filosofando, esto es, ejerciendo y realizando el acto mismo del pensamiento a través de la praxis efectiva de la meditación y la especulación personales, del ejercicio de la argumentación, de la crítica y ponderación de las razones propias y ajenas con el único fin de encontrar una verdad que suele estar más allá de nuestras particulares creencias, opiniones o intereses, a los que solemos estar tan ciegamente apegados.

5. La filosofía no es cosa de “idiotas”: la obligación de pensar por uno mismo y en el lugar de cada otro.

Tal vez sea éste uno de las tareas más importantes que pueda abordar la Academia en la formación del futuro filósofo, debido a la enorme dificultad que encuentra todo hombre para abandonar su cerrazón mental y su particularismo cognoscitivo, así como para trascender los hábitos de su pensamiento natural.

Llamo particularismo cognoscitivo a esa cerrazón mental que nos hace creer que estamos en la posesión de la verdad y que nuestros juicios y valoraciones son los correctos. Es una incapacidad para ponerse en el lugar del otro y ser permeable a la evidencia de sus argumentos y a la verdad de sus juicios. Está de más que recuerde que, en gallego, español y portugués tenemos un vocablo, que viene directamente del griego, para indicar este tipo de persona encastillada mentalmente y enrocada en sus propias convicciones y opiniones: “idiota” (del griego “idiótes”). “Idiota” le llamamos a aquella persona cerrada de mollera, que porfía en su cerrazón mental particular y que es impermeable a las opiniones y pareceres de los demás, por muy evidentes que éstos resulten, prefiriendo mantener tercamente las suyas más allá considerar los argumentos, razones y evidencias que los demás le puedan ofertar. De ahí que me atrevería a definir la educación como ese ejercicio por el cual ciertos hombres razonables se esfuerzan para que otros no sean unos verdaderos e incorregibles “idiotas”.

Educar es, pues, des-idiotizar, sacar al otro de su cerrazón mental y de su particularidad, en fin, de su “idioteia”; educar es orear al individuo en la intimidad cerrada y oscura[8] de sus creencias y opiniones particulares, y disponerlo a que dé razón de ellas a los demás; educar es airear el espíritu del hombre, sacarle de su particular enclaustramiento, de la autocomplacencia en sus verdades propias y sus personales criterios; educar es disponer a los individuos a que se entiendan con los demás sujetos de razón y se esclarezcan los unos a los otros en un ejercicio comunitario de dar y recibir razones. No estoy diciendo nada nuevo. En uno de los pasajes más interesantes de la Crítica del Juicio (el parágrafo 40, titulado “Del gusto como una especie de `sensus communis´”), ya Kant ofrecía tres hermosas máximas por las que se ha de regir el entendimiento humano: “1ª. Pensar por sí mismo. 2ª Pensar en el lugar de cada otro. 3ª Pensar siempre de acuerdo consigo mismo.” [9]

Son estas las razones por las que el profesor de filosofía no sólo debe enseñar la historia del pensamiento, sino que más bien ha de contribuir a realizar con sus alumnos un ejercicio real y efectivo de manumisión del pensamiento: esto es, él mismo ha de filosofar y posibilitar que la pequeña comunidad que forman él y sus alumnos sea una verdadera comunidad argumentativo-deliberativa, donde el ejercicio del pensar, del lógon didónai, del dar y recibir razones, sea una tarea convivencial cotidiana[10].

Implantar en los estudiantes como un hábito dicha exigencia metodológica pensar por sí mismos, de implantar en ellos el hábito de la crítica, de la duda, de la perplejidad, del asombro… me parece una de las primeras finalidades formativas que ha de abordar y cumplir la enseñanza académica. Sin tal habitualidad, tanto la enseñanza como el ejercicio efectivo de la filosofía devienen ingenuos y, lo que es peor todavía, dogmáticos. Como escribía el Dante en la Divina Comedia, “lo mismo que saber, dudar me place” y Montaigne añadía en sus Ensayos, como comentario a este frase del Dante, que “Sólo los locos están ciertos y resueltos”.

6. La filosofía y su servicio a la polis.

El poder iluminador y crítico del filósofo, el verdadero y auténtico pensamiento establecen siempre un combate contra todas las formas de particularismo e idiotez, de ocultación de la verdad, de deformación del sentido de la realidad que suelen producirse en el ámbito público, en el espacio compartido de la polis. Esta, me parece una de las tareas políticas más trascendentes, tal vez el servicio y el cuidado más relevantes que el pensador puede brindarle a su comunidad: luchar contra la pandemia de los prejuicios establecidos, destruir las opiniones comunes no sometidas a crítica, pelear contra los idola fori de su tiempo: esas verdades, valores y normas, esas instituciones, esas mores que creemos sagradas e inconmovibles, ciertas y necesarias para una vida en común, justa y feliz, pero que, sin embargo, a poco que se las someta a crítica, muestran su inconsistencia, su falsedad, su impostura. Por eso, los filósofos hemos de colocar nuestro índice acusador sobre la demagogia, la mendacidad, la manipulación, la propaganda, el pensamiento único, la desinformación, la opacidad que son los viejos mecanismos con que los poderosos, los que se creen y quieren amos del mundo, han tratado de mantener siempre al resto de los mortales en una situación de minoría de edad culpable y de sumisión y explotación, por cierto, cada vez más salvajes.

De ahí que los filósofos debamos ser siempre una conciencia incómoda e impertinente a los oídos de los hombres de nuestro tiempo. Hemos venido al mundo a traer la guerra y no la paz; no aspiramos a tener potestas, sino auctoritas; no hemos de desear ejercer la coerción o imposición política, sino la persuasión lógica y la seducción estética; nuestra vocación no es gobernar, sino que nos hemos de contentar con educar; no hemos de desear vencer socialmente, sino tan sólo seducir y convencer racional y moralmente. Por eso debemos mostrarnos reacios al dogmatismo doctrinario, no sentirnos sometidos a las servidumbres del ideólogo que piensa y produce sus verdades por encargo del partido, la iglesia o la secta filosófica a la que pertenecen; ni tampoco entregarnos a la abstracción del erudito o del científico que acostumbran a habitar en esa tierra inhóspita y fría que es el saber abstracto de lo universal. Nosotros, más que coleccionar certezas y verdades, soportamos y lidiamos dudas y perplejidades. Tenía razón Kant cuando decía que se mide la inteligencia de un individuo por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar. Y ello debe ser más cierto en aquéllos que se dicen filósofos. Por eso, más que confirmar y consolidar las ideas y normas establecidas en el foro público, las erosionamos y socavamos; más que aceptarlas en su evidencia y verdad incuestionables, las sometemos a inclemente e incesante crítica, pues creemos con Sócrates, que una vida sin examen no merece ser vivida.

A través de las edades, los filósofos hemos hollado senderos de luz y de libertad por los que ha transitado una humanidad siempre doliente, mas siempre esperanzada; hemos tomado partido por todo aquello que es humano: la verdad, pero también el error; la felicidad, al igual que la angustia; el amor, lo mismo que la traición; la vida y, cómo no, la muerte. Nada humano nos ha sido ajeno.

7. Breve Epílogo: La Filosofía como “gaya ciencia” con una alegre referencia a la vida y a la muerte.

Podemos encontrar entre los humanos, también entre los filósofos, novios para vida y también legionarios para la muerte. Uno desearía pertenecer a la estirpe dos filósofos ludópatas, amantes de la vida, esos que creen que la filosofía debe ser una “gaya ciencia”; esa clase de pensadores optimistas que tienen la manía de “al mal tiempo ponerle siempre buena cara”. Este arte de pensar que es la filosofía, creo que no tiene por qué ejercitarse desde la seriedad y la adopción de un estado de ánimo triste y pesimista. No creo, como creía Heidegger, que la vida reciba su mejor y más clara luz cuando se las contempla a la sombra violácea de la angustia ante la muerte, por mucho que contase con notables precedentes como los de Séneca, que creía que la filosofía era una meditatio mortis, o la de quien a este inspira, el notable orador Marco Tulio Cicerón, quien en sus Tusculanas (1,30,74) confiesa que “Tota philosophorum vita commentatio mortis est”, es decir, que “la vida entera de los filósofos es una preparación para la muerte”.

Sospecho que Cicerón, que Séneca, que Heidegger non decían toda la verdad. Creo que la filosofía sólo nos prepara para mirar de frente a la muerte si, en verdad, nos ha preparado para enfrentar con valor y optimismo la vida. Sólo el que gana su vida puede encarar de frente la derrota definitiva de la muerte. La muerte mide y pesa nuestra vida, pero no le da ni le quita un gramo de sentido: es la propia vida la que, con imaginación y esfuerzo, debe procurarlo y ganarlo. Una vida malvivida o dilapidada es ella misma la máscara anticipada de la muerte. Por eso, la filosofía tiene que enseñarnos a vivir, no a morir; ella debe ponerse al servicio de los impulsos de la vida, no de la muerte. Este es el motivo por el que no empatizo con los filósofos que tienen un “sentimiento trágico de la vida”, como Kierkeggard, Unamuno, Heidegger ou Sartre. Me gustaría pertenecer a la estirpe de filósofos ludopáticos, optimistas y gayos, que tienen un sentimiento lúdico y deportivo de la vida, como Hume, quien decía en su Tratado de la naturaleza humana que la filosofía no es un ejercicio aburrido y ascético, pues si lo fuera “siento que me perdería un placer: y este es el origen de mi filosofía”; como Kant, de quien su alumno Herder decía que era un profesor ameno y divertido; como Nietzsche, quien en Ecce homo confesaba: “yo soy discípulo del joven Dioniso”; como el luminoso y jovial Ortega, para quien la filosofía era un juego deportivo y la claridad la cortesía del filósofo.

Una jovialidad cada día más necesaria, pues creo que hoy hay demasiadas personas y también filósofos malhumorados y encabronados, demasiadas filosofías afectadas de inerte escepticismo, podridas de frustración. Ya sabemos, ya, que toda filosofía está abocada al fracaso, que sus verdades son siempre penúltimas, que sus propuestas tienen la vigencia de las hojas del calendario: son siempre circunstanciales, responden y deben responder a los problemas concretos en los que vive el pensador; por eso, todo producto filosófico lleva la fecha de caducidad de su circunstancia: cuando ésta muta, lo más seguro es que la validez de la meditación se marchite. Sin embargo, seguimos creyendo que el pensar se debe realizar siempre en un clima jovial, bajo una Grundstimmung jubilar, diríamos que con buen humor y temple.

Ya lo hemos sugerido al inicio de nuestra intervención: tenemos un cuerpo erótico, somos hijos del dios luminoso, danzante y festivo Dioniso, que juega el eterno juego de crear y descrear. En nuestra productividad lúdica nos sentimos también entregados al juego del nacimiento y de la muerte; partícipes de la creación y la corrupción cósmicas, más allá del bien y del mal, más allá de todo dolor y angustia, más allá de toda vida y de toda muerte, pues todo forma parte de un mismo y único juego: el juego interminable de la madre Physis. Mientras este juego se juegue en nuestro cuerpo viviente, mas corruptible, vivámoslo y pensémoslo con dionisíaca alegría. ¿Recuerdan?: primero la alegría de ver, luego el gozo y la dicha de pensar. También en la fiesta del pensamiento quien organiza el banquete o simposio es el alegre y danzante Dioniso, mientras que el serio y grave Apolo sólo es su invitado. ¡Cuánta razón tenía el Zarathustra cuando confesaba:

“Yo sólo creería en un Dios que supiera bailar.

Cuando vi a mi demonio, le hallé serio y grave, profundo y solemne. Era el espíritu de la pesadez: por él caen todas las cosas.

No se mata con la ira, sino con la risa: ¡matemos, pues, al espíritu de la pesadez!

Aprendí a caminar, y desde entonces corro. Aprendí a volar, y desde entonces no tolero que me empujen para pasar de un sitio a otro.

Ahora soy ligero, ahora vuelo, ahora me veo a mí mismo por debajo de mí, ahora un dios baila en mí.”

Sí, tal vez en la ligereza y baile del cuerpo y del alma radique la más originaria y soberana libertad. Pedro el Rojo, el evolucionado primate que presentaba su Informe a la Academia en la obra homónima de Kafka, también adivinaba que esa agilidad y liviandad simiesca de los humanos, patente en sus cabriolas de trapecio, eran la ecuación secreta de toda soberana libertad. Escuchemos lo que decía a la Academia:

“Antes de salir a escena, en los teatros de variedades, he visto muchas veces a alguna pareja de artistas ejercitarse, junto al techo, en los trapecios. Se lanzaban al aire, se balanceaban, saltaban, volaban uno a los brazos del otro, o uno de ellos sujetaba al otro por el pelo con los dientes. «¡Esto también es libertad humana!», pensaba yo, «movimiento libre y soberano.» ¡Oh escarnio de la sacrosanta naturaleza! Ningún edificio aguantaría en pie las carcajadas de los simios ante semejante visión.”

Me temo que mucho menos aguantaría la seria, grave y aplomada Academia. Sí queridos colegas, a la postre, en este gran teatro de variedades que es el mundo, tal vez de lo que se trate es de asemejarnos a los parientes de Pedro el Rojo y lanzarse, balancearse, realizar bellas, ágiles y arriesgadas cabriolas agarrados a las cuerdas y trapecios que nos tiende cada día la diosa Fortuna a fin de que nos esforcemos en elevarnos hasta el techo de la existencia y el paladar de la vida para disfrutarlas en simiesca, gozosa y dionisíaca libertad. Puede que el secreto de toda felicidad esté, en definitiva, en hacer bien el mono durante toda nuestra corta vida.

Braga, 28 de octubre 2011

 

Notas

[1] Vid. HEIDEGGER, Martin, Introducción a la Metafísica, Buenos Aires, Nova, 1972, pág. 51.         [ Links ]

[2] “tout, au monde, existe pour aboutir à un livre” (MALLARMÉ; Oeuvres completes, París, Gallimard (coll. La Plèiade), 1945. p. 378).         [ Links ] Valèry, en un discurso en el P.E.N. Club hecho en 1926, introduce este matiz de lo bello: “Le monde est fait pour aboutir à un beau libre…”

[3]Cfr. BACHELARD, Gaston; El derecho de soñar, Fondo de Cultura Económica, México-Madrid, 1997, pág. 17.         [ Links ]

[4]Kant se refiere a este tema en la "Sección Tercera" de su Kritik der reinen Vernunft, titulada "Die Architektonik der reinen Vernunft”, y lo hace al hilo de una reflexión sobre las fuentes del conocimiento filosófico, el cual no puede ser enseñado y aprenderse, sino que ha de proceder de un filosofar sobre los principios esenciales de la propia razón. Los pasajes en que Kant se refiere a que no es posible aprender filosofía, sino a filosofar son dos. La primera es ésta: “Man kann also unter allen Vernunftwissenschaften (a priori) nur allein Mathematik, niemels aber Philosophie (es sei denn historisch), sondern, was die Vernunft betrifft, höchstens nur philosophieren lernen” (Cfr. KANT, E.; “Kritik der reinen Vernunft”, in Kant´s gesammelte Schriften (hrsg. von der Königlich Preusischen Akademie der Wissenschaften), Band III, Druck und Verlag von George Reiner, Berlin, 1911, págs. 541-542): “         [ Links ]Las matemáticas son, por tanto, la única ciencia entre las ciencias de la razón (a priori), que pueden aprenderse. Nunca puede aprenderse, en cambio (a no ser desde un punto de vista histórico), la filosofía. Por lo que a la razón se refiere, se puede, a lo más, aprender a filosofar.” (Cfr. KANT, E.; Crítica de la Razón Pura, Ediciones Alfaguara, Madrid, 199513ª, p. 650).         [ Links ] Y ésta es la segunda: “Bis dahin kann man keine Philosophie leren; denn, wo ist sie, wer hat sie im Besitze, und woran lässt sie sich erkennen? Man kann nur philosophieren lernen, d. i. das Talent der Vernunft in der Befolgung ihrer allgemeinen Prinzipien an gewissen vorhandenen Versuchen üben, doch immer mit Vorbehalt des Rechts der Vernunft, jene seblst in ihren Quellen zu untersuchen und zu bestätigen, oder zu verwerfen.” (Op. cit. pág. 542): “Mientras esta meta no ha sido alcanzada, no es posible aprender filosofía, pues ¿dónde está, quién la posee y en qué podemos reconocerla? Sólo se puede aprender a filosofar, es decir, a ejercitar el talento de la razón siguiendo sus principios generales en ciertos ensayos existentes, pero siempre salvando el derecho de la razón a examinar esos principios en sus propias fuentes y a refrendarlos o rechazarlos.” (La Crítica de la Razón Pura. Ediciones Alfaguara, Madrid, 1995, pág. 651).         [ Links ]

[5] Cfr. SCHOPENHAUER, A.; Sobre la voluntad en la naturaleza, Alianza Editorial, Madrid, 1970, p. 40.         [ Links ]

[6] La cita la recojo de Jürgen HABERMAS (Perfiles filosófico-políticos, Taurus Ediciones, Madrid, 1984, pág. 50),         [ Links ] quien no ofrece referencias bibliográficas del texto de Simmel.

[7] Cfr. ORTEGA Y GASSET, José; “Prólogo a Historia de la Filosofía, de Émile Bréhier”, en Obras Completas, vol. VI, Alianza Editorial-Revista de Occidente, Madrid, 1983, pág. 391).         [ Links ]

[8] Por lo que estamos viendo, podríamos decir que la educación trata de sacar a uno de sí, a fin de sacarle lo mejor de sí. De igual modo, Hegel vinculó la instrucción y formación del hombre con este ejercicio de alejamiento del espíritu respecto de su estado natural: “La formación científica produce, en general, sobre el espíritu, el efecto de separarlo de sí mismo, de sacarlo de su inmediato ser-ahí natural” (Cfr. HEGEL, G. W. F.; Escritos pedagógicos, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1991, pág. 104).         [ Links ]

[9] Se trata de tomar la propia experiencia y su evidencia como fundamento de todo conocer y no a la tradición y sus auctoritates (“principio kantiano de pensar por sí mismo o pensar libre de prejuicios), pensar teniendo presente las posibles experiencia y evidencias del otro (principio kantiano de pensar en el lugar de cada otro, esto es, reflexionar sobre el propio juicio particular desde un punto de vista universal), y pensar de un modo siempre consecuente con las propias evidencias previamente conquistadas (principio kantiano de pensar siempre de acuerdo consigo mismo). El texto de Kant en que enuncia estas tres máximas dice así: “Las máximas siguientes del entendimiento común humano, si bien no pertenecen a este asunto como partes de la crítica del gusto, pueden, sin embargo, servir para aclarar sus principios: Son las siguientes: 1ª. Pensar por sí mismo. 2ª Pensar en el lugar de cada otro. 3ª Pensar siempre de acuerdo consigo mismo. La primera es la máxima del modo de pensar libre de prejuicios; la segunda, del extensivo; la tercera, del consecuente.” (Cfr. KANT, E.; Crítica del Juicio, Espasa Calpe, Madrid, 1977, pág. 199).         [ Links ]

[10] Husserl, cuando recuerda en su escrito “La crisis de la humanidad europea y la filosofía” la génesis de la filosofía en la Grecia de los siglos VII y Vi a. C., subraya la importancia de la nueva comunidad que los filósofos constituyen en éstos términos: “En algunas personalidades singulares, como Tales, etc., se desarrolla así una nueva humanidad; hombres que crean como profesión vida filosófica, filosofía como una figura de la cultura de nuevo cuño. Como bien puede comprenderse, se desarrolla en seguida un tipo de comunidad no menos nuevo. Estas formaciones ideales de la teoría son revividas y reasumidas sin más en la repetición de su recomprensión y de su reproducción. Llevan sin más al trabajo en común, al que la crítica sirve de ayuda a múltiples niveles. Incluso quienes quedan al margen, lo no filósofos, se sienten atraídos en su atención por tan singular hacer y oficiar. Intentando comprender a posteriori pasan a convertirse ellos mismos en filósofos, o. si sus restantes ocupaciones profesionales les absorban demasiado, en discípulos. Se difunde así la filosofía de dos maneras, como movimiento comunitario de formación que se coextiende con aquélla. Aquí tiene, por otra parte, su origen, la división interna, llamadas a ser luego tan decisiva, entre cultos e incultos.” (Cfr. HUSSERL, Edmund; “La crisis de la humanidad europea y la filosofía”, en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Editorial Crítica, Barcelona, 1991, págs. 342-343.         [ Links ] Die Krisis, Ed. cit., págs. 332-333).